BASTIDOR
DIBUJANDO, CON HILOS, LA VIDA
Imagen: Bastidor para bordar.
Museo Pedagógico de la Universidad de Huelva.
Unas manos, una humilde aguja de acero y unas hebras de hilo son capaces de delinear sobre un lienzo blanco –casi- cualquier cosa que la imaginación pueda imaginar. Hilos entrelazados sobre cientos de hilos entrelazados, que forman un soporte liso y tenso en el que se va a pinchar una y otra vez, en una hermosa tortura, para irle dando forma a las dos dimensiones con paisajes, flores, pájaros, letras…todo un universo del imaginario colectivo, concretado en un paño.
¿Qué destino tendrá esa bella creación? ¿Qué cuerpo u objeto lucirá tan distinto cuando la tela tan hermosamente enriquecida lo cubra? ¿Qué sueños serán materializados sobre la sencilla tela? ¿Cómo se habrá interpretado lo representado, qué punto se usó para darle realce? Preguntas que este sencillo aparato, si estuviera animado, podría hacerse, después de haber compartido las horas que duró la labor de la niña que lo usó.
En cualquier colegio del siglo XIX abundaban estos bastidores, cada niña tenía el suyo. Cada curso dedicaba su ratito en el horario para las clases de “Primores”. Una clase donde se combinaban la paciencia, la disciplina, la atenta supervisión de la maestra y la intrínseca inclinación para las cosas bellas que cualquier doncella debía poseer.
Las primeras lecciones para comenzar las labores consistían en aprender a forrar el bastidor, para que no dejara marcas en la tela y para que, alguna inevitable astilla, pudiera dañar la tela y arruinara el resultado final. Después, una vez fijada la tela al bastidor, se empezaba a trabajar el punto de cruz, en una urdimbre apropiada a la inexperiencia de la aprendiz, para ir pasando, progresivamente a telas más delicadas y puntos más sofisticados que iban conformando mundos y abecedarios diversos.
En los colegios femeninos, durante la semana, todos los días, se dedicaba un ratito a esta labor. Baste echar un vistazo al horario enviado, en 1902, por el Colegio Santo Ángel de la Guarda de Huelva a la Universidad de Sevilla, que reservaba una hora y veinticinco minutos, de lunes a sábado, para tal fin. No era el único caso, como tantos otros colegios para niñas, religiosos o no, las labores no podían ignorarse como parte imprescindible de la formación de cualquier mujer, incluso se priorizaban ante otros posibles estudios u ocupaciones –habida cuenta que en algunos lugares, no había demasiadas opciones disponibles-. Campos (1983), rescata un texto de las Teresianas de Huelva, en el que la Superiora pedía, vehementemente, en la segunda década del siglo XX:
¡Qué son tantas las niñas mayores que nos piden un tallercito en donde hagan el aprendizaje de costura y bordado y eviten así la perversión de sus almas y el malogro y explotación de la juventud, que hace falta, que es urgente poner un taller! (p. 133)
La costura, el bordado, como elementos formadores de la mujer, de la buena ama de casa cristiana, que le evitaba tentaciones, la redimía y la hacía circunscribir su mundo a la redondez del bastidor. Pequeñez portátil la del bastidor, soporte de ensoñaciones que se quedaban atrapados por los hilos de seda en un punto de festón, de cadeneta, de espiga o en una vainica. Objetivo vital, que marcó la educación de la mujer decimonónica y la acompañó durante casi todo el siglo XX, subyugada por las consignas de la educación femenina le impidieron –excepto durante el breve paréntesis republicano-, deshacer los nudos que la retenían atrapada.
Referencias bibliográficas
Archivo Histórico de la Universidad de Sevilla, leg. 1479 – 5.
Campos Giles, José (1983): El obispo del sagrario abandonado. Madrid: El granito de arena.