HELADERA DE JUGUETE

                    COCINANDO CON LA ABUELA LOLI

Macarena Valero Amaro

Universidad Complutense de Madrid

macval01@ucm.es

Imagen: Heladera de juguete. Museo Complutense de Educación. Universidad Complutense de Madrid.

“Ojalá, mi madre, probase el helado que he hecho, me ha quedado igual que a ella”.

Mi abuela Dolores nació en Madrid en 1929, más concretamente el 7 de septiembre, la llamaban Loli. Fue la mayor de tres hermanos, Soledad y Agustín. Su madre trabajaba en una empresa eléctrica madrileña, y su padre tuvo un taller de costura, en el que ella empezó a trabajar con doce años. Su labor era coser e hilvanar el día entero.

Fue al colegio hasta esa edad, teniendo la educación justa a la que las mujeres podían acceder. Sus labores a partir de ahí fueron las básicas: cocinar, limpiar y hacerse cargo de la casa, por lo tanto, queriendo o no, parecía que le perteneciera a la cocina.

Cuando mi abuela falleció yo tenía apenas diez años, tengo muy pocos recuerdos de ella, sin embargo, hay dos que taladran mi mente. Cuando su enfermedad hizo sus primeros estragos, estuvo ingresada en el hospital durante una temporada, congelando todas sus rutinas que llevó durante más de cincuenta años, una de ellas era teñirse el pelo de color rubio, un tanto extraño. Siendo sinceras, nunca me gustó. Yo nunca la había visto sin ese color suyo tan característico, sin embargo, tras el alta, pude ver como su pelo corto era grisáceo-blanquecino. De repente el tiempo había pasado, en un abrir y cerrar de ojos, mi abuela se había hecho mayor.

 

El otro recuerdo que guardo con un poco de recelo, probablemente por esa cotidianeidad tan privada y que tan ajena me parecía, es en casa de mi tío, su hijo mayor, antes de que ella muriera. Estaba sentada en medio del sofá azul que estaba pegado a la pared del salón. Se hablaba de la comida que se iba a hacer para la familia, ella, dándome la mano, se ofreció a prepararla. Con gran esfuerzo y dolor consiguió levantarse, con pasitos cortos anduvo hasta la cocina, se puso su delantal azul con flores estampadas, que luego heredé y se puso manos a la obra. La recuerdo de pie junto a la vitrocerámica, con su metro cuarenta, enfrente de la puerta con un cucharón casi tan grande como ella. Cuando terminamos de comer, la recuerdo tomando un helado de chocolate diciendo “a mí nunca me quedó igual”.

Tardé en compartir esto con alguien. En una comida familiar, con su ausencia, en el postre, comiendo helado casero hecho por mi padre, nos contó con nostalgia que lo que echaba de menos de su madre, era el cómo cocinaba. Como ella le llamaba para que rebañase el molde del bizcocho de su cumpleaños, preparando para merendar unos sándwiches triangulares, zumo de naranja y de limón. Lo que mejor hacía junto a la pasta con roquefort y los roscones, era el helado. Cómo sufría por los tiempos y el trabajo que conllevaba, ella sola encerrada en la cocina, a pequeñas excepciones de la mirada curiosa de su hijo de ocho años.