JUEGO DE FOOTBALL

        SILENCIO, SE JUEGA: EL FUTBOLÍN DE BOLSILLO

Juan González Ruiz

CESTO (Casa Escuela de Toba de Valdivielso)

muesca@gmail.com

Imagen: Juego de football, Museo Pedagógico de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Sevilla.

Las niñas no iban a aquel colegio ni a ningún otro que no fuera exclusivamente femenino. Eran tiempos de rigor, y la norma era conocida: las niñas con las niñas, los niños con los niños. Había cosas que no eran de niñas, sino solo de niños.

Ellas, por ejemplo, no jugaban al fútbol, y no iban a ver los partidos que disputaban sus hermanos, sus vecinos, sus amigos, como tampoco los del equipo local de mayores.

Las niñas ni siquiera disponían del futbolín de bolsillo, (Patente 12587) que nosotros, los niños, recibiéramos un día de Reyes, y cuya bolita de acero, hábilmente dirigida a pulso a través de los surcos trazados en el reducido cartón verde que remedaba un reglamentario campo de fútbol, provocaba exclamaciones de gozo (¡gol!) cuando se conseguía que entrara en la portería del equipo contrario, o de decepción (¡ah!) cuando era detenida por su portero.

Aún hoy recuerdo mi intensa emoción cuando lo recibí a mis ocho años, y cuando tras romperse el cristal, mi padre, aficionado a la ebanistería, le puso un marco de madera y lo barnizó para admiración y envidia de mis colegas.

 

Aquel sencillo e inocente juguete mantenía en nuestro emocionario infantil la afición al entonces llamado ‘deporte rey’, en realidad el único que tenía una práctica social masculina aceptada en aquellos tiempos. Y, a la vez que permitía soltar las riendas de los ímpetus competitivos, servía como práctica de la motricidad fina, de la coordinación visomanual, del equilibrio bilateral, y de otras competencias que luego habrían de adquirir importancia en el ámbito de la educación psicomotriz. Tenía además otros valores nada desdeñables: era barato de adquirir y de mantener, no requería equipamiento ni espacios propios, no provocaba movimientos de fuerza ni mucho menos violentos, y podía jugarse en silencio.

Esto último lo convertía en un preciado recurso cuando en aquel colegio salesiano, mi colegio, se celebraban Ejercicios Espirituales, una conocida práctica jesuítica adaptada por don Bosco a su propia concepción escolar, que pretendía aunar lo festivo con lo religioso.

Así, durante una semana de cada año, en aquel colegio donde todo estaba reglamentado, la estricta rutina de clases, horas de estudio, recreos, exámenes, trabajos escritos… quedaba en suspenso. Tampoco había cine, ni hacíamos teatro, ni cualquiera otra de las honestas diversiones que la disciplina permitía de vez en cuando; mucho menos baile alguno que pudiera poner en riesgo la estricta separación entre nuestro mundo masculino y aquel otro femenino, entrevisto pero oficialmente oculto.

Mientras duraban los ‘ejercicios’ todo eso era sustituido por prácticas religiosas intensivas (lecturas, sermones, ceremonias, sacramentos, cánticos…), períodos de meditación individual bajo riguroso silencio, y tiempos de recreo de baja intensidad, en los que se podía jugar en pequeños grupos a entretenimientos inocentes o tradicionales de sobremesa, de ingenio y que no requirieran sino susurros y movimientos mínimos: parchís, oca, ajedrez, damas, canicas… Sin embargo, no estaban permitidos los inocentes juegos de naipes que se practicaban en los hogares familiares, germen de posibles vicios mayores en la edad adulta.

Se excluían los deportes impetuosos o que pudieran provocar gritos y otras expresiones emocionales. Es decir: no se jugaba al fútbol. Y era entonces cuando nuestro futbolín de bolsillo dejaba de ser un juguete para convertirse en una valiosa y providencial actividad: una evasión, permitida y aun recomendada, de las monótonas y a veces ingratas tareas del día a día colegial y un contrapunto de las ásperas prácticas religiosas, a la vez que un sucedáneo del deporte real siempre anhelado y ahora reprimido.

Nunca supe si en el mundo escolar paralelo pero distante de las niñas se practicaban entonces Ejercicios Espirituales, pero estoy seguro de que, en cualquier caso, las que ahora son mujeres no tendrán el recuerdo de los partidos de futbolín de bolsillo que aún guardamos quienes éramos alumnos setenta años atrás en un colegio salesiano de un pueblo andaluz.

Hoy, niñas y niños acuden juntos a los mismos colegios, donde probablemente no se realicen Ejercicios Espirituales, y donde unas y otros juegan al fútbol ‘de verdad’. Tendrán juguetes y entretenimientos bien distintos, con coloreadas y movedizas pantallas en lugar de ficticios estadios de cartón verde. Sí, los tiempos han cambiado; mucho y para bien. Pero lo cortés no quita lo valiente, y uno, que cimenta su ancianidad con recuerdos de infancia, ejerce de abuelo jugando con sus nietas en el viejo y bien conservado futbolín de bolsillo que su bisabuelo enmarcó y barnizó hace más de setenta años.