VARA DE MAESTRA

            VARA PARA SEÑALAR Y PALO DE CASTIGO

Pablo Celada Perandones

Universidad de Burgos

pcelada@ubu.es

Vara de maestra.
Museo Andaluz de la Educación

De los árboles comienzan ya a desprenderse las hojas que lucieron durante el verano. Se acerca el tiempo de ir la escuela. Antes que estén ya por completo muertas las hojitas que soñaron bajo el sol de julio, algunas ramas se estremecieron en la madrugada aquella en que los filos de la navaja segaron su corteza, mientras en el cielo corrían errantes las nubes… ¡y la imaginación!

¡Anda, mujer, no llores!, le decía el tronco de aquel árbol abrazado. Ponte ese pañuelo rameado tan precioso que has guardado en la cómoda durante todo el verano.

Y de la alameda surge la silueta no siempre atractiva de la maestra, cargada de años y de achaques, contemplando entusiasmada su rama. En su mano empuña la simbólica vara, que trae evocaciones de cetro. Tal vez a nadie se le haya ocurrido que pudiera ser el distintivo de su reinado, y mucho menos del reinado de la escuela.

Caminaba ensimismada, algo compungida, pisando de otros árboles las hojas secas, mientras iba desnudando la verde rama, alisando los nudillos, formateando su estampa. En los ojos, fulgor de olvidada leyenda, parecían verse sus niñas irisadas reflejadas, y en los músculos los vestigios de un vigor fallecido.

Pero para nada podía imaginarse la débil vara el futuro que le esperaba. Como en el primero de los cuentos, la fantasía le hizo pensar en sueños de hadas y quizás también en duendecillos revoltosos que le despertaran del ensueño. Sea como fuere, en el misterio del cuento se dibujará el camino de la buena o desatinada fortuna.

La maestra jugueteaba con su vara con si quisiera hechizarla para el imperio en triunfo. Y aquella adelgazada vara, pasando el luto de su magia truncada, parecía presagiar la azarosa vida que había de llegar.

¡Amenazadora y justiciera! Amenazadora se sintió el primer día en la tumultuosa algarabía de la escuela cuando su pálpito resonó golpeando a sus hermanas tableras, y dolida quiso, sin poder, pedir perdón, porque supo que su estruendoso golpe no solo era para silenciar sino para atemorizar. A su vez, sin querer, se blandía amenazadora, enarbolada por la maestra, cuyos ademanes y filigranas eran seguidos con estupor por un cortejo de asustados ojos admiradores.

Mas aún tenía otra función: había de ser castigadora, vara de corrección, que producía temblor, activaba el miedo e infundía temor, y el temor causaba hostilidad. ¿Cuántos escolares mostraban repulsa a la escuela por el daño que hacía la disciplina impuesta? Aquel miedo impedía vivir el placer de los aprendizajes y las satisfacciones del conocimiento. Educación a fuerza de golpes, ante la lección no aprendida, marcas que en la piel dejaba la conducta insana, dolor que hondo quedaba en las mentes de la tierna infancia, reclamos morales de vida cumplidos en silencio y enjugados con lágrimas.

Arrogante y poderosa, conocedora de su severidad y de su fortaleza, la maestra con su coercitiva vara propiciaba golpetazos sin miramiento por doquier, la cabeza, en la palma o causando más dolor en el dorso de la mano, midiendo la espalda, en el culo azotado, enrojeciendo el plasmo las extremidades, como si mortificando el cuerpo entero se quisiera hacer el espíritu más llevadero. ¡Qué calvario!

Por otro lado, sin entrar en estas sendas de amargura, tenía también la vara otro perfil más blando: Mediadora del deseo y de la cultura, medidora de la vida. Así se sentía cuando se proyectaba sutilmente señalando, indicando, nunca siendo acusadora, siempre identificando alguna realización personal, subrayando en el encerado la tarea del día, remarcando la tiza, buscando lugares en el mapa, poniendo distancia en la fila, o descansando sobre su hermana mesa, sintiéndose suavemente acariciada y celebrando la alegría de las niñas.

Hasta que, andando el tiempo, se cumplió el ensueño. Un día, aquella maestra decidió arroparla con su rameado pañuelo, y celosamente custodiarla en el baúl de los recuerdos, para que en este otro tiempo se pueda admirar expuesta, cantar en alegorías ingenuas su popular poesía, y evocar el doloroso martirio de su recuerdo.