LECHERA

                          CUENTOS DE LA LECHERA

Victoria Muñoz Tinoco

Universidad de Sevilla

tinoco@us.es

Lechera.
Museo Andaluz de la Educación

Cuando me propusieron esta tarea elegí la lechera por motivos puramente emocionales. Soy muy apegada a los objetos familiares, como mi madre y mi abuela, que siempre lloró la antigua palangana de pedernal o la sillita de enea que alguien se dejó un domingo en la iglesia.

La lechera es un objeto que invita a recuperar la memoria de la infancia. Esa memoria organizada en torno a esquemas de cómo las cosas suelen ser y guiones de cómo suelen ocurrir y que tan importantes son para el desarrollo humano, aportando seguridad ante la incertidumbre y haciendo del mundo un lugar predecible (Aznar Minguet, 2009).

El lechero venía a casa cada día y surtía a todo el bloque. En todas las viviendas había una madre que abría y recibía la leche y el pan. Si tenía que ausentarse, dejaba la lechera a una vecina y el pan quedaba colgado en la puerta. Ese era el funcionamiento en un mundo sin compras online, pero con entregas a domicilio.

Sabíamos que el oficio era duro, porque el lechero te contaba que las vacas no entienden de días festivos. Todos los días había que levantarse a ordeñarlas y repartir la leche. Me puede la curiosidad y busco información sobre el oficio. Encuentro una entrada en un blog canario que habla de la importante figura de la lechera “…mujeres que durante siglos alimentaron a varias generaciones con los productos lácteos frescos que traían del campo, y que vendían casa por casa” (El muchacho de la casa de los balcones, 2021).

Y me acuerdo de La Barraca y de Pepeta caminando cada día a Valencia para repartir la leche y de cómo me sobrecogió siendo tan niña toda la miseria que rodeaba esas vidas en la huerta.

¿En qué irían pensando Pepeta y todas esas lecheras mientras recorrían los caminos? ¿Es posible que esos momentos fueran, de alguna manera, habitaciones propias, espacios de ensoñación y libertad? Me sorprendo de pronto recitando la fábula de Samaniego:

Llevaba en la cabeza
Una lechera un cántaro al mercado
Con aquella presteza,
Aquel aire sencillo, aquel agrado,
Que va diciendo a todo el que lo advierte
¡Yo sí que estoy contento con mi suerte!
Porque no apetecía
Más compañía que su pensamiento,
Que alegre le ofrecía
Inocentes ideas de contento.
Marchaba sola la feliz Lechera,
Y decía entre sí de esta manera:
“Esta leche vendida,
En limpio me dará tanto dinero,
Y con esta partida
Un canasto de huevos comprar quiero…]

El desenlace, moraleja incluida, ya lo conocemos: mejor no soñar con prosperar y vivir con los pies en la tierra. Me sorprende de pronto mi apego a esta fábula y recuerdo todo el “currículo oculto” (y no tan oculto) de las canciones del nacionalcatolicismo que mi madre me cantaba de pequeña y de cuyo significado no fui consciente hasta mucho después.

Volviendo a la lechera objeto, la de mi casa era así, pero con la tapa verde. No creo que cupiera más de un litro de leche. Era la que había en una familia mucho más que numerosa y en una época en la que la leche todavía era considerada un alimento básico. Los niños debían tomar mucha leche, porque sin ella no se crecía. También había que reservar ración especial para las embarazadas y lactantes, ¿cómo, si no, iban a poder amamantar a las criaturas? La leche caliente con miel era el remedio para los resfriados y un vaso de leche fría el mejor antídoto ante una intoxicación.

Cada día había en casa un solo litro de ese oro blanco. Pero mi madre era de esas amas de casa que hacían milagros con lo que tenían. El del pan y los peces, por ejemplo. Cada día presentaba una fuente de postre con granada y zumo de naranjas, o de mandarinas peladas y desgajadas, o con naranjas cortadas en rodajas y espolvoreadas de azúcar. Para mí era normal, las cosas que las madres hacen. Lo del milagro lo supe más adelante, cuando un día confesó que la mayoría de los días no había en casa una fruta por cabeza.

El milagro de la leche se parece más al de las bodas de Caná. Una vez que la lechera estaba llena comenzaba la rutina, con el miedo siempre de fondo a que la leche se cortara. Había que hervirla rápido, separar la nata y, entonces sí, tocaba lo que mi madre llamaba “bautizar la leche”. La justificación era sencilla: había que añadirle el agua que había perdido al hervirla… y un poquito más.

Mi madre se resistió hasta el último momento a pasarse a la leche “de botella” porque no sabía igual. Yo recuerdo con alivio dejar atrás el fuerte olor de la leche “de verdad”, pero sigo añorando nuestro momento, cuando comíamos juntas ese platito de nata con canela y azúcar que cada día me guardaba.

Referencias bibliográficas

Aznar Minguet, Pilar (2009). La construcción de esquemas: un modelo explicativo de construcción humana. Teoría de la Educación. Revista Interuniversitaria, 2, 165-173.

El muchacho de la casa de los balcones (5 de marzo de 2021). La importante figura de las lecheras. La Casa de los Balcones. En línea: https://casa-balcones.com/el-antiguo-oficio-de-las-lecheras/