CROMOS
UNIVERSO DE UN JUEGO
Cromos. Museo Pedagógico de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Sevilla
La ilusión compartida se multiplica. En una España asolada por la posguerra, donde la carencia era el santo y seña de una sociedad tatuada por la desesperanza y el miedo, las niñas de la época no perdieron la alegría. En la calle tuvieron lo que una sociedad avanzada ha hurtado a la infancia actual: un escenario único para compartir en libertad, sin riesgos para la integridad física, toda clase de juegos. La creatividad, la complicidad, el aprendizaje de estrategias de innegable utilidad para la vida en cierto modo neutralizaron la penuria. La calle fue hogar donde nacieron sueños nunca olvidados formando parte de una educación que, si en algún sentido fue severa dentro del hogar y de las aulas, lo cual sucedía en no pocas ocasiones, no impidió que pudieran gozar con recursos que han llegado hasta nuestros días. Uno de ellos: los cromos.
El coleccionismo en la década de los 50 trajo consigo numerosas satisfacciones y enseñanzas. A diferencia del juego individual que exigen ciertos juguetes con el aislamiento correspondiente, lo cual existió entonces y persiste ahora acentuado con el uso de algunas tecnologías, los cromos eran una vía formidable para hacer acopio de amigas sin excesivo esfuerzo.
Ya con el mero hecho de tener que completar la colección correspondiente debiendo buscar el intercambio de cromos con otras niñas, la socialización estaba asegurada. Cualquier ocasión servía para convertirse en una avezada experta en las lides del regateo. Como era frecuente tener cromos repetidos, si la suerte sonreía a una niña haciéndose con uno difícil de hallar, la “negociación” estaba en marcha, y podía exigir el “pago” de cuatro o cinco cromos por el que tan ansiosamente perseguía su compañera, amiga, familiar… Esa astucia y capacidad para el comercio, ir directamente al objetivo perseguido y disponerse a obtenerlo se hallaba en el ánimo de todas.
Lo cromos enseñaban el valor del ahorro y era habitual sacrificarse para no gastar la “perra chica” o la “perra gorda” (en el argot popular se denominaba así a los céntimos, fracciones de la peseta, moneda entonces en curso), necesaria para comprar los pequeños sobres que contenían los cromos. Podía más el entusiasmo y el ansia por descubrir si el contenido permitía ir rellenando el álbum que cualquier otra cosa.
Los cromos han sido vehículos de cultura. Podían reproducir escenas de la naturaleza, de la geografía, de historia, de los usos y costumbres populares, de las distintas razas humanas, de escudos, del abecedario, de personajes destacados socialmente, como era el caso de diferentes equipos de fútbol del momento, bografías… Era más que entretenimiento como han constatado quienes pudieron conservar aquellos álbumes antiguos que hoy son cotizados.
Además de completar los álbumes, lo cual era una afición compartida también por los niños, estaban aquellos cromos que se utilizaban para jugar en una superficie plana que permitía poder darles la vuelta con la mano hueca; era un juego propio de las niñas. La que era más diestra en el procedimiento ganaba el número de cromos que hubiese volteado. Era habitual ver corrillos en los patios del colegio aprovechando los momentos de solaz recreo para tratar de llevarse a casa unos cuántos. En general, el uso de los cromos fomentaba el orden, enseñaba el valor del cuidado de las cosas, y la atención. En muchos casos se seguía una especie de ritual. Así, por ejemplo, se conservaban cuidadosamente en pequeñas cajitas, como sucedía con aquellos destinados al juego que solían venir pespunteados, con imágenes de muñecas, bustos de ellas, u otros elementos.
Los cromos fueron, junto a otros juegos como el de las tabas, el signo de una época feliz para una infancia que se conformaba y disfrutaba con lo poco que tenía, y que aprendió también a ser creativa, a saber comunicarse y reconocer la riqueza que existe en poder compartir con los demás lo que se posee, amén de apreciar el valor de la colegialidad y del compañerismo.