SECATINTAS / PAPEL SECANTE
DE BUENA TINTA
Secatintas.
Museo Andaluz de la Educación
El secante se balancea lentamente sobre las palabras recién escritas en el cuaderno infantil. Se trata de absorber el exceso de tinta que la plumilla ha depositado sobre el blanco papel. Adelante y atrás, adelante y atrás … y con el uso, el precioso rosa chicle del papel secante se va llenando de los espectros azules de los textos recién escritos.
Plumilla, palillero, tintero, cuaderno y secante eran los instrumentos que las maestras de mi colegio, ponían en nuestras manos infantiles para no solo aprender a escribir, sino para hacerlo de forma estéticamente impecable. Claro es que los instrumentos había que domarlos a base de práctica. El palillero había que sujetarlo firmemente para que siguiera de forma dócil el curso de la escritura, pero también suavemente para que el hilo de tinta fluyera sobre el papel sin generar picos o mucho peor, pinchar el papel. La plumilla debía tener la tinta justa porque cuando tenía poca, las palabras se desdibujaban, pero cuando tenía mucha, la tinta se desparramaba y el trabajo resultaba una ruina. Poco podía hacer el secante en ese caso.
Mis dos primeros años de colegio habían transcurrido entre canciones, corros y juegos. Nuestras «Tantes», nuestras «Seños» del Colegio Alemán de Sevilla, nos hablaban en su idioma y, de forma casi milagrosa, nosotros aprendíamos lo imprescindible para comunicarnos con ellas. Pero de instruirnos en la lectura y la escritura, nada de nada.
Mientras tanto, mis amiguitas del barrio que iban a colegios de monjas, avanzaban a buen ritmo por la ruta de «la eme con la a, ma …», para gran consternación de mi madre que no entendía muy bien por qué a pesar del esfuerzo que ella y mi padre hacían para pagar aquel colegio tan caro, yo seguía siendo prácticamente analfabeta.
Todo cambió cuando pasamos del «Kindergarten» (jardín de infancia) a la escuela, en la que se pretendía, ahora sí, alfabetizarnos. Como instrumentos, nos proporcionaron lápices, gomas de borrar, sacapuntas y cuadernos, con pautas de cuatro rayas al principio, y de solo dos más tarde, o con cuadritos para las matemáticas.
A poco de dominar la escritura «de corrido» es decir, escribiendo las palabras sin levantar el lápiz del papel, se nos instruía en el uso del palillero cuya plumilla sumergíamos cuidadosamente en la tinta azul, siempre azul, contenida en un pequeño tintero escondido en un hueco cilíndrico del pupitre.
El final de la tarea se marcaba deslizando de la forma más sonora posible, la chapita metálica que protegía al tintero, eso sí, procurando que la «Seño» no te pillara in fraganti. ¡Hasta mañana! Entonces era también el momento de mirar alrededor y valorar cómo había ido la jornada. Si el secante estaba lleno de manchas azules significaba que ese día habíamos estado fatal en las clases de escritura. Demasiada tinta en la plumilla, descuido en el manejo del palillero, impaciencia a la hora de pasar las páginas del cuaderno …
Sí, el secante y era un gran chivato, pero también lo era el pañuelito que nuestra madre nos había metido en el bolsillo por si teníamos mocos y que nosotros usábamos para limpiarnos alguna que otra mancha de tinta recalcitrante, secarnos las manos las pocas veces que nos las lavábamos a lo largo de la mañana, obturar alguna heridita producida durante los juegos del recreo, o enjugar alguna que otra lagrimilla. Mi madre nunca me riñó por traer el pañuelo manchado.
El vaivén del secante me acompañó toda mi vida escolar porque cuando fuimos más mayorcitos y nos permitieron sustituir el palillero por la pluma estilográfica para escribir, y el tiralíneas para el dibujo lineal, su presencia en el pupitre siguió siendo imprescindible. No digo que ahora, en la era de los bolígrafos, yo lo eche de menos, pero si reconozco que siento una cierta añoranza de la tinta y que prefiero un marcador de tinta fluida o incluso un lápiz que, bien afilado me permitan seguir escribiendo a la antigua, con todas las letras de una palabra enlazadas: «la eme con la a ma»…