CESTA ESCOLAR

LA HORA DE LA MERIENDA

Elena López Gil

Asociación de Museólogos y Museógrafos de Andalucía. AMMA

elena@asoc-amma.org

Cesta escolar. Museo Pedagógico de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Sevilla

Según la RAE, una cesta es un “recipiente tejido con mimbre, juncos, cañas, varillas de sauce u otra madera flexible, que sirve para recoger o llevar ropas, frutas y otros objetos” y en el caso que nos ocupa se utiliza para llevar la comida al colegio. Estas cestas se cierran con una tapa y cuentan con un asa central para facilitar su manejo.

El tesauros del Patrimonio Cultural de España publicado en la web del Ministerio de Cultura y Deporte, define la técnica de la cestería como un “Conjunto de técnicas para manufacturar cestos, recipientes u otros objetos (indumentaria, juguetes, escobas, etc.) empleando cualquier parte flexible de una planta (ramas, cortezas, tallos, hojas, raíces) que puede enrollarse con las manos sin que se rompa. Los materiales más empleados tradicionalmente son el esparto, el mimbre, los juncos y las ramas de sauce”. Y continua con una nota “Habitualmente, los artefactos de cestería se confeccionan con fibras de origen vegetal aunque también se han empleado tradicionalmente fibras de origen animal. En la actualidad en la cestería encontramos también fibras procedentes de diversas materias (sintéticas, metálicas, etc.)”.

Según los registros de mayor antigüedad se sitúan las primeras referencias a esta actividad en el alto Egipto, eran cestos usados para dar forma a algunos de los primeros artefactos de alfarería encontrados. La cestería de mimbre fue un oficio eminentemente masculino y se ejercía como complemento económico a la actividad agrícola, de ahí que la dedicación fuese parcial pero regular. La funcionalidad de estos objetos se asocia a las tareas de transporte, dentro del ámbito rural, agrícola y doméstico.

El mimbre es el material por excelencia de la cestería artesanal que se caracteriza por ser: ligero, flexible y maleable. Permite realizar gran diversidad de productos y destaca por su durabilidad a pesar de parecer frágil.

Empecé a ir al colegio a los cuatro años. Mi colegio era un hotelito, que decían entonces, entre la Avenida de la Castellana y Calle Serrano de Madrid donde niños y niñas aprendíamos y jugábamos todos juntos, salvo cuando venía un inspector de educación, que teníamos que separarnos y ponernos en un aula distinta los chicos y las chicas. Recuerdo bien el recreo, un jardín que me parecía inmenso y en el que nos mezclábamos alumnos de todas las edades para jugar a balón prisionero o a policías y ladrones.

De entre todos los objetos que me vienen a la memoria al pensar en aquellos años, la cesta con la merienda primero y la comida después era algo que nos distinguía a unos de otros, algunos llevaban una cesta nueva, recién estrenada cada año, bien pintada y con un cierre que funcionaba perfectamente. Otros, sin embargo, llevábamos una cesta que había pasado de un hermano a otro y que cuando llegaba a nosotros no estaba en las mejores condiciones. En aquellos años los alumnos regresábamos a comer a nuestras casas y era al volver a las clases de la tarde cuando llevábamos la cesta con la merienda. Así, mientras esperábamos a que vinieran a buscarnos, merendábamos sentados en lo que debió ser la cochera de la casa.

Las meriendas de los años 60 consistían en un bocadillo de pan, siempre de barra, con unas onzas de chocolate dentro o mantequilla untada y espolvoreada de azúcar o aceite de oliva con azúcar. Los afortunados que merendaban pan con chocolate sacaban de su cesta un buen trozo de pan al que hacían un agujero donde se metía el trozo de chocolate para ir comiendo el pan y poco a poco chupar o morder un trocito de chocolate para que durara lo máximo posible. Aunque era un chocolate con mucha harina, pensado para hacer a la taza, también se utilizaba para comer. Siempre miré con envidia aquellos bocadillos porque mi madre nunca consintió ni que tomáramos chocolate ni que el bocadillo que nos preparaba a mis hermanas y a mi tuviera unas dimensiones mayor de unos cuatro dedos, para que luego cenáramos bien, cuando había algunos compañeros que traían un bocadillo que era algo más de media barra.

En nuestra formación escolar las salidas del colegio eran muy importantes, lo mismo íbamos a ver una excavación arqueológica, que asistíamos al pisado de la uva para hacer vino o aprendíamos a curtir pieles de animales. Disfrutábamos enormemente estas excursiones porque pasábamos todo el día fuera del colegio y en nuestra cesta llevábamos una comida distinta a la de todos los días, era una comida de excursión: el consabido bocadillo de filete empanado o de tortilla de patata que nos dábamos a probar unos a otros para decidir cuál era el mejor.

Años después, cuando la mayoría de los colegios de Madrid cambiaron su ubicación a las afueras de la capital, se impuso comer en el colegio. Unos traían la comida hecha de su casa y otros comían el menú que se hacía en el centro y antes de que los cabases aparecieran en nuestras vidas y desbancaran a las cestas de la merienda, estas siguieron utilizándose para llevar la comida del mediodía.

Niños y niñas llevábamos la misma cesta, no había diferencias entre unos y otros salvo la etiqueta con nuestro nombre para reconocerla, y quizá la cenefa de color que podía ser roja o azul o no tener ningún adorno. Debía ser el único modelo que existía en aquel entonces