JUEGO DE REGLAS DE PIZARRA

                    UNA ESCUELA LLENA DE REGLAS

Juan González Ruiz

CESTO -Casa Escuela de Toba de Valdivielso-

muesca@gmail.com

Juego de reglas de pizarra. Museo Pedagógico de la Universidad de Huelva

La relación entre escuelas y reglas viene de muy antiguo.

Es cosa admitida que la raíz del sistema educativo hispano, fecundado por las ideas liberales e ilustradas, se encuentra en el llamado Informe Quintana, que, recién promulgada la Constitución de 1812, propuso “los medios para proceder al arreglo de los diversos ramos de instrucción pública”. Hace más de doscientos años que se viene hablando de que la enseñanza debe ser arreglada, es decir sometida a reglas. Desde entonces, los “arreglos” escolares anuales y una variada panoplia de “reglamentos” han sido una de las armas con que se ha ido librando la batalla entre las ideas, normas y proyectos educativos de los gobiernos y la realidad de la enseñanza; entre la escuela ordenada y la escuela real.

¿Afectaba a las mujeres esa dinámica de reglas, arreglos y reglamentos? Cabría pensar que sí, si se entendiera que cuando mencionaba al alumnado el legislador se estaba refiriendo a ambos sexos; pero la realidad social del momento era otra, y mantenía unas diferencias que se reflejaban sin paliativos en los textos legales. Las reglas no eran las mismas para los niños, futuros varones dominadores de la sociedad, que para las niñas, futuras mujeres madres y amas de casa. La educación femenina tomaba carta de naturaleza en reglas tan marginales como marginada estaba la condición social de las mujeres. Lo exponía el liberal Manuel José Quintana en su Informe, con el tono amable del más romántico paternalismo (machismo sería llamado hoy):

“… no se ha olvidado de la educación de aquel sexo, que forma una parte preciosa de la sociedad; que puede contribuir en gran manera á la mejora de las costumbres, y que apoderado casi exclusivamente de la educación del hombre en su niñez, tiene un gran influjo en la formación de sus primeros hábitos, y lo sigue ejerciendo después en todas las edades de la vida humana.” […]
“… la [educación] que debe darse á las mugeres ha de ser doméstica y privada en cuanto sea posible, pues que asi lo exije el destino que tiene este sexo en la sociedad, la cual se interesa principalmente en que haya buenas madres de familia.” […]
“… convenga que el Estado costee algunos establecimientos en que aprendan las niñas á leer y escribir, y las labores propias de su sexo”.

Hubo un tiempo en que las escuelas estaban llenas de otras reglas, artefactos que se guardan ahora en los museos y en los recovecos de nuestra memoria escolar. Los niños y las niñas que acudían a las escuelas encontraban allí escuadras, cartabones, compases, calibres, cintas métricas, termómetros, relojes, y reglas, muchas reglas. Reglas de madera plana, de cuadradillo, plegables, de plástico, graduadas o sin graduar. Reglas que servían para muchas cosas: a ellas recurrían los maestros y las maestras para algunas enseñanzas que se tenían por fundamentales en el currículo escolar: la Aritmética, la Geometría. Contar, medir y calcular iban a la par de las destrezas lingüísticas que daban nombre a aquellas escuelas germinales, las Escuelas de Primeras Letras. Con las diversas modalidades de estas reglas se iniciaba su alumnado en los rudimentos del dibujo lineal y en la distribución y el manejo gráfico de los espacios. Con su chasquido sobre la mesa se imponía el orden en la convivencia escolar; y, llegado el caso se administraba el castigo físico ¡ay, doloroso y tan temido como ominoso! para las faltas muy graves de disciplina.

¿Cuánto y cómo se servían las niñas de estas reglas, de estos recursos materiales para el trabajo escolar? Poco, según se indicaba en el citado Informe, liminar de nuestro sistema educativo: a las mujeres solo les era dado aprender a leer y escribir, pero nada más a no ser la Doctrina, ni siquiera “las reglas elementales de la Aritmética”, y mucho menos la Geometría o el Dibujo lineal. La conquista por las mujeres de la enseñanza de las ciencias y las técnicas, necesitadas del empleo de reglas y otros instrumentos de medida precisos, hubo de recorrer un largo camino, aún por completar, en los dos siglos largos de la historia de nuestra escuela. Mientras tanto, medir y calcular tenían una aplicación exclusivamente femenina en dos áreas de “las labores propias de su sexo”: la costura y la cocina. Y aun es estas se hacía uso frecuentemente de la intuición aproximada antes que de la medición ajustada, como cuando en muchos recetarios se indicaba las cantidades de harina o de aceite con la fórmula: “la que admita”.

No, en la escuela algunas reglas no eran cosa de niñas.

O sí, pero una regla bien distinta. Porque a las niñas les aguardaba, al acercarse el tiempo de abandonar la escuela y completar su elemental formación para la cercana adultez, otra regla. No era una regla más, ni administrativa ni didáctica; era “la regla”, así señalada con el artículo determinante, que anunciaba una madurez para la que esa escuela no las había preparado: la aparición de la menstruación. Ese momento tan crítico del desarrollo físico, tan decisivo para el futuro de una mujer, ha sido visto en el imaginario cultural y en los usos sociales como algo obsceno y sucio, que había que ocultar e incluso que sentirse culpable, algo cuya información y preparación se limitaba, en el mejor de los casos, al ámbito íntimo y familiar de las relaciones maternofiliales.

El estigma de la menstruación, de la regla, era también otra regla, impuesta en la escuela por las buenas costumbres de la moral popular y ancestral; incumplirla se consideraba, cuando menos, una cuestión de mal gusto, de “falta de educación”. Este uso de tan polisémico término resultaba nefando; o, como mucho, se disfrazaba con eufemismos cuyo doble significado permanecía en el arcano femenino y en los corrillos en voz baja entre mujeres, al margen de una escuela diseñada a medida de los varones.

Al contrario que otras, esta regla era cosa exclusiva de mujeres. No era cosa de la escuela.