VAJILLA INFANTIL
EL TESORO
Vajilla infantil. Museo Pedagógico de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Sevilla
Un día cuando tenía unos cinco años me encontré un tesoro. Estaba, como es normal, escondido; pero yo lo hallé, lo recogí, lo llevé a mi casa y me lo quedé .
Pasé mi primera infancia a comienzos de los años sesenta en mi pueblo natal. Allí crecí rodeado de casi toda mi familia paterna y de parte de mi familia materna. Tenía muchos, muchos primos y primas de todas las edades, algunos tenían la edad de mis padres ya con hijos que fueron también mis compañeros de juegos. Según mis recuerdos gran parte de esa primera etapa de mi vida la pasé jugando y jugando con ellos en los más diversos escenarios de nuestro ámbito familiar (patios, solanas, azoteas, pajares, corrales, campos próximos…).
Mis primos más íntimos eran y son mis cinco primas y primo maternos. Con edades cercanas, Piedad, Paco y Juani, mi hermano y yo formábamos un quinteto inseparable. Nuestras madres le habían adjudicado a Piedad el rol de cuidadora del grupo. Aunque ella era también una niña, por ser la mayor, se ocupaba de velar por los otros cuatro.
Piedad era nuestra cuidadora, pero también la dinamizadora de nuestros juegos. Afectuosa, imaginativa y siempre llena de alegría nos ponía a jugar a todos los juegos reglados de moda en la época (la rayuela, el clavo, las cuatro esquinas, el escondite, el pilla-pilla, las tinieblas de la noche…) y a juegos de rol (indios y vaqueros, policías y ladrones, los médicos, las casitas…). Explorábamos los alrededores, íbamos a la rambla, a las balsas, buscábamos renacuajos, comíamos zarzamoras, tirábamos piedras… En los días fríos mi prima Piedad nos hacía palomitas (rosetas les llamábamos en mi pueblo) o tortas de azúcar y almendras; jugábamos a la oca, al parchís, a los cromos; componíamos recortables; vestíamos muñecas; nos contaba cuentos…
La mayoría de esos juegos eran juegos sin juguetes, en aquellos tiempos los niños y niñas teníamos muy pocos. No recuerdo que ninguna tienda, de las pocas que había en mi pueblo vendiera nada más allá de alguna pelota, recortables, plastilina…
Cuando llegaban las fiestas venía alguna tómbola y casetas que exhibían y vendían juguetes en abundancia (muñecas, pistolas, cámaras de fotos…) todo muy atractivo para los ojos de un niño, pero de pésima calidad. El ambiente festivo favorecía la condescendencia de nuestros padres o familiares que ante nuestra insistencia acababan comprándonos alguno de aquellos trastos que en pocos días dejaban de funcionar o se rompían. Cuando iba con mi familia a la capital comarcal o a la capital provincial veía otros juguetes de gama más alta que yo reclamaba sin ningún éxito. Solo el día de Reyes, alguna fecha especial o la visita de algún familiar o amigo de la familia podía depararte un juego algo singular.
En mi casa había una habitación para jugar. Se trataba de una alacena con acceso desde la cocina hecha aprovechando el hueco de la escalera. Allí me recuerdo jugando solo durante largas sesiones. Seguramente era el lugar ideal que mi madre había encontrado para tenerme entretenido y seguro mientras mi hermano estaba en la escuela y ella se ocupaba de las mil tareas del hogar. El ajuar de la habitación no era nada exiguo, día a día yo acarreaba hasta allí cajas de cartón, latas, palos, piedras, chapas…para poder montar altares, casitas, procesiones, tiendas…
Además de estos ratos de juego con mis primas y primos y de mis juegos en soledad también me recuerdo jugando con las pandillas de niños y niñas de mi barriada en descampados, ramblas, en el parque infantil, en el campo de fútbol, en el pinar…
Creo que yo tenía claro que había juguetes para niños y juguetes para niñas, pero en aquellos juegos utilizábamos indistintamente las muñecas, pelotas, cacharritos de cocina, herramientas, indios y vaqueros de plástico… lo que es seguro es que más de una vez oí eso de “no juegues con eso que es de niñas”. Yo me sentía atraído por esos juguetes “de niña” especialmente por los objetos domésticos en miniatura que eran el grueso de los juguetes que tenían las niñas de mi entorno. Y aunque era muy insistente solo recuerdo tener alguno de esos juguetitos sueltos que no sé muy bien cómo había conseguido hacerme con ellos.
Naturalmente aquel día que encontré bajo un puentecito de la carretera una vajilla entera de juguete en dos cajas de cartón me quedé estupefacto. ¡Era un tesoro, un verdadero tesoro! Platos hondos y llanos, tazas, cafetera, tetera, azucarero… todo el conjunto de pasta blanca con tapas y motivos decorativos florales rojos. Mi excitación era inmensa: por fin podría tener esos juguetes de niña que nadie me iba a regalar. Durante días, no sé cuántos, disfruté en mi cuarto de juegos de aquellas maravillas que ahora me pertenecían por ser el artífice del hallazgo.
No es cuestionable que muchos tesoros tienen su maldición y ese la tenía: un día mi madre me dijo que ya sabía quién era la verdadera dueña del tesoro. Se trataba de mi vecina Sofía, una niña de mi edad. Así que, con mucha resistencia eso sí, tuve que devolver todas mis joyas domésticas a Sofía.
Yo la veía a diario en el patio de su casa sirviendo el café a sus muñecas, cocinando, poniendo la mesa, a veces sola, a veces con su hermana pequeña e incluso con su madre… y yo añoraba mi tesoro.