CRUCIFIJO DE PRIMERA
COMUNIÓN
CONJUNGANDO MÁS EL SENTIR QUE EL CREER
Crucifijo de Primera Comunión. Museo Pedagógico de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Sevilla
Sería fácil escribir sobre el crucifijo de primera comunión que la niña guardó en un joyero de madera en el cajón inferior de su mesita de noche. Es una cruz de madera muy ligera con un cordón grueso de lana, ideal para un cuello infantil en un cuerpito emocionado ante su primer encuentro divino. Le acompañan un bolígrafo que regaló a la niña años después el muchacho que seguramente fue su primer encuentro humano y las etiquetas de sujeción de los cordones umbilicales de los hijos de la que fue esa niña, muestra inequívoca de la magia que sustenta a lo divino y a lo humano.
Sería fácil describir la túnica y el velo color crema que llevaba la niña el día señalado para comulgar por primera vez. Un atuendo sobrio, carente de ornamentos, idéntico al de sus compañeras. Sirvan como detalles distintivos de la niña el recogido siempre perfectamente estirado que conseguía su madre al peinarla y una cara de llena de pecas, con permiso de los uniformistas de la imagen de las niñas de la época.
Sería fácil comentar las ceremonias en esa iglesia magnífica, siempre impoluta, de suelo de mármol, tres pasillos para separar dos hileras de bancos, ramos de flores frescos junto a las sagradas imágenes, atril de madera, mesa imponente con mantel recién lavado y planchado, el sagrario más dorado, un teclado, una guitarra y voces femeninas al cante que marcaba una imponente mano derecha precedente de otra túnica, en este caso, de color gris oscuro, por seguir mandando señales.
Y es que así de fácil era ilusionarse ante la oportunidad de leer en todas las misas de los miércoles por la tarde, de recibir formación durante años para el gran día de aquella primera comunión y, al crecer la niña, continuar su instrucción para formar parte de las elegidas como formadoras de otras niñas venideras. Todo muy femenino, todo muy singular.
Pero la vida de la niña no estaba llamada a ser así de fácil. Su cabeza estaba llena de imágenes de crucifijos, túnicas, velos, iglesias, de letras de canciones, pero por más que se concentraba en todas ellas, no encontraba cómo conjugar en su existencia ese gran verbo del que le examinaban continuamente: CREER. Piensa hoy la niña en lo difícil que fue creer en lo impuesto, lo ajeno, lo material…si no lo puedes SENTIR.
Sería fácil conformar a la niña que pregunta por sus grandes dudas, angustias, soledades, ausencias, carencias y no obligarla a rebuscar en el ruido de su abarrotada cabeza la razón de su no creer. Ese creer en lo que se debe creer, ese pensar en lo que se debe pensar, ese hacer lo que hay que hacer. Más fácil sería si abandonamos el discurso en exclusiva en femenino o en singular. Mucho más fácil aún si empoderamos a niñas y niños por igual con herramientas que permitan desde su libertad tomar de decisión del verbo que mejor se les da conjugar.
La niña dejó de preguntar, de pedir explicaciones, de buscar los sentimientos que no tenía, el don de la fe que no le fue dada. Y decidió sentir. Cuando alguna vez de adulta adorna su cuello, lo hace con colgantes que le han regalado, prefiriendo lo artesanal y si es posible, los de fabricación amiga. Su ropa huye del uniformismo, nada de peto gris, camisa ocre, calcetines, leotardos o rebeca azules, preguntando al espejo si reconoce su esencia en una indumentaria que se rebela ante las etiquetas. Como ceremonias escogió los momentos que comparte con amigos y amigas y viceversa. Y sí que le acompaña la música y los conciertos, hasta está pensando en aprender a cantar esas letras que hacen brillar sus ojos.
Y entre todo el sentir de la niña, pues destaca como se veía venir desde el principio, lo que esconde un bolígrafo o una etiqueta escondidos en un cajón: las personas del camino. Son ellos y ellas los que al provocar sentimientos en la niña la han permitido crecer, aprender, equivocarse, acertar, caerse, levantarse. Hasta le han salvado la vida más de una vez. No hay nadie capaz de despegar a la niña ni de sus sentimientos ni de los seres que se los provocan, se queda con todo, para reír, para llorar y, ahora sí, para creer. Porque así lo siente.