BOLSO LIMOSNERO

HERNANDO VI DISFRUTANDO Y YO CON EL BOLSO DANDO

Jorge Zarauza Castro

Centro Universitario San Isidoro (Sevilla)

jzarauza@centrosanisidoro.es

Bolso limosnero. Museo Pedagógico de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Sevilla

Queridos lectores, me presento. Soy Juana Díaz de Arriate, más conocida como “La cortesana que mató al rey Hernando VI con un bolso limosnero”. Aprovecho para denunciar que el nombre con el que se me conoció públicamente fue impuesto por la prensa de la época. Como supondréis, los diarios que llenaban sus portadas con mi cara, las injuriosas declaraciones de mis enemigos e, incluso, las últimas palabras de mi padre antes de fallecer no tuvieron en cuenta mis altos conocimientos en marketing a la hora de mi bautizo público. De ser así, mis apodos serían: “La mujer que se cansó de aguantar a un sobón” o “¡Cariño, soy cortesana, pero no tu fulana!”. Estoy segurísima que, si el protagonista de esta historia fuese un hombre, tendría un buen apodo, mucha más publicidad y un séquito de admiradoras.

Antes de continuar, debo aclarar que soy cortesana, entendiéndose dicho término como mujer guapa, pizpireta, de pocos recursos, con una gran inteligencia y un metabolismo envidiable, que sirve al rey en la corte. Como podéis ver por la descripción que os he hecho, entre mis labores como cortesana no están las de acostarme con el monarca o servir como atracción de feria para sus bacanales extramatrimoniales. Por lo tanto, en mi caso, no se debe confundir cortesana con ramera o chica de compañía.

No os creáis que mi sueño de pequeña era ser cortesana, ni mucho menos, pero mi andadura laboral no ha sido un camino de rosas. Lejos queda mi deseo de ser maestra de un pequeño pueblo de la sierra de Huelva, tejedora de mantones de manila en la capital o artista. Sin embargo, y debido a los avatares de la vida, la cabezonería de unos padres estrictos y ciertos problemas económicos, empecé a trabajar muy pronto. No hay que olvidar que soy la cuarta de doce hermanos, “la docena de septiembre” nos llamaban en el pueblo, ya que todos nacimos dicho mes. Debe ser que mis padres tenían mucho frío en los meses de invierno y pasaban más rato en la cama que fuera. Enero siempre fue un mes de poco trabajo en el campo y mucha lujuria en casa.

Con 10 años me fui de casa con una maleta y dos reales en el bolsillo. De hecho, tras varios robos sufridos por caminos pocos seguros y algún que otro descuido, mis pertenencias familiares se vieron reducidas a lo mínimo. Os puedo asegurar que en el fondo del baúl de mi cuarto sólo guardo un pequeño espejo, unos pendientes de carey herencia de mi hermana la mayor y el bolso limosnero con el que hice la comunión. Dicho objeto es peculiar, ya que son dos conchas de una misma vieira, ambas en color blanco roto y diminutas motas marrones, que están unidas a una delicada tela francesa en un tono verde oliva y una puntillita puesta por mi. En ese bolso he guardado grandes recuerdos, alguna moneda y más de un sueño imposible. Os tengo que confesar que, de todas mis pertenencias, al objeto que más cariño le guardo es a ese bolso, ya que fue un detalle de mi abuelo Lolo, un marinero rudo, de carácter áspero como la arena de las playas del cantábrico, de piel morena por las horas al sol, parco en palabras y la persona que más he querido en mi vida.

Terminadas las presentaciones, debo señalar que la historia que aquí nos concierne comenzó un lluvioso martes 13 de diciembre de 1806, una fecha que marcó un antes y un después en la ciudad de Cádiz. Como ya os he comentado, era un miembro más de la corte del rey, un elemento clave de la plantilla empresarial del imperio monárquico de los reyes Hernando VI y su dulce mujer, Gregoria I de Valpuesta.

Aquel diciembre nos encontrábamos de turné por los terrenos del reino, tras varias semanas de viaje, alguna que otra parada repentina, diversos festejos, varias discusiones públicas entre Gregoria y Hernando, y algún que otro noviazgo exprés por tierras extremeñas que me alegraron el alma y me hicieron reencontrarme con esos paisajes de la dehesa, llegamos a nuestro destino, la ciudad de Cádiz, emplazamiento invernal en los meses más fríos del año. Ya sabéis que a todo buen soberano no hay nada que le guste más que el buen tiempo, el pescadito frío y el acento andaluz.

Tras un lunes administrativo repleto de tratados y negociaciones, empezábamos un martes con una agenda desahogada. A las 12 teníamos misa en la Iglesia de San Lorenzo Mártir, una pequeña joya gaditana del maestro Juan Agustín López Algarín, que había sido remodelada parcialmente hacía unas décadas. Os confieso que no tenía ninguna gana de ir, ya que me habían hablado de una tienda de telas maravillosa cerca de la Cárcel Real, pero el deber es el deber y hay veces que toca ir a misa.

Antes de salir camino de la parroquia, me acerqué a los aposentos de su majestad para ver si necesitaba ayuda o quería repasar el discurso que iba a dar, como veis, soy una mezcla entre sirvienta y jefa del gabinete de comunicación de palacio. Nada más abrir la puerta, me di cuenta de que algo no iba bien, ya que un fuerte olor a vino oloroso me golpeó la cara. La verdad es que el panorama que me encontré me desconcertó por completo, ya que Hernando no era muy de beber. En ese instante, una mano robusta me agarró por la cintura y la otra me empezó a palpar los pechos, dos acciones que no iba a consentir a nadie, por muy rey que fuese. Me solté como pude y golpeé la cabeza del monarca con mi bolso limosnero, con tal mala suerte que, tras aturdir al rey, este tropezó con las lujosas alfombras que cubrían el suelo de palacio y la nuca del monarca fue a parar a la esquina afilada de la mesita de noche, muriendo en el acto.

Mi cabeza, pragmática para estas cosas, lo primero que pensó fue por qué no me había quedado en Extremadura con alguno de esos leñadores que había conocido durante mi estancia. También pensé en la forma más rápida de llegar a Portugal sin ser detenida, donde montaría una tienda de toallas y ropa interior con la que comenzar de cero. Sin embargo, pocas cosas salen como una planea y todo cambió por completo cuando me di cuenta que desde entre las sábanas de la cama del rey una figura masculina me observaba inmóvil y ojiplática ante lo que acababa de ver y lo que una servidora había descubierto.