CITAS LITERARIAS

LAS CONDICIONES ATMOSFERICAS DEL MAR, SU CARÁCTER

Fue un momento singular: de repente, los que estaban detrás dejaron de ver a los que estaban delante. Una esponjosa cortina gris cortó el barco en dos. […] Los pasajeros se pusieron sus abrigos y los marineros sus impermeables. El mar, casi sin un pliegue, presentaba la fría amenaza de la tranquilidad. Parece como si el exceso de calma contuviera un sobreentendido. Todo estaba pálido y lechoso. Tan solo la chimenea y su humo negro luchaban contra esa lividez que envolvía el barco. […] El sol ya se había desvanecido, todo era niebla. Reinaba en la Durande una especie de oscuridad blanca. Navegan en una palidez difusa; ya no se veía el cielo ni se veía el mar.

[...] No hay bestia comparable al mar cuando se trata de despedazar a una presa. El agua está llena de garras. El viento muerde, el oleaje devora; las olas son mandíbulas. Desgarra y aplasta a la vez. El océano tiene un zarpazo de león.

[...] En un fenómeno del mar están presentes todos los fenómenos. El torbellino aspira al mar como un sifón; la tormenta es un cuerpo de bomba; el relámpago sale del agua tanto como del aire; en los barcos se sienten sacudidas sordas y un olor a azufre mana del fondo de la sentina. El océano se mueve, “El diablo ha metido el mar en su caldero”, decía Ruyter. En ciertas tempestades que caracterizan las turbulencias de las estaciones y el juego de equilibrios de las fuerzas genesiacas, los barcos batidos en espuma parecen exudar luz y airones de fosforo recorren sus cuerdas en medio de las maniobras, de manera que los marineros tienden la mano e intentan atrapar el vuelo esos pajarillo de fuego. Tras el terremoto de Lisboa, un aliento abrasador lanzó hacia la ciudad una ola de sesenta pies de altura. La oscilación oceánica se mezcla con las trepidaciones terrestres.

[...] La inmensa turbiedad de la soledad se despliega en una gama, en un temible crescendo: chaparrón, ráfagas, borrasca, tormenta, temporal, tempestad y tromba: las siete cuerdas de la lira de los vientos, las siete notas del abismo. El cielo se extiende a lo largo, el mar redondea, per se alza el aliento y todo esto desaparece, todo es furia y mezcolanza.

[...] Los vientos corren, se lanzan, cesan, vuelven, planean, silban, mugen, ríen: frenéticos, lascivos, desenfrenados, haciendo de las suyas sobre las irascibles olas. Estos gritones tienen armonía. Hacen del cielo un espacio sonoro. Soplan dentro de las nubes como si fueron de cobre, embocan el espacio y cantan en el infinito, con todas las voces amalgamadas de las cornetas, bocinas, olifantes, bugles y trompetas, una especie de fanfarria prometeica. Quien los oye cree estar escuchando a Pan. […] Organizan batidas de barcos en las solitarias inmensidades. Sin tregua, día y noche, en cualquier temporada, tanto en el Trópico como en el Polo, hacen zonas sus locas trompas y conducen, entre marañas de nubes y olas, la gran cacería negra de naufragios. Son los amos de las jaurías. Se divierten. Azuzan las olas, perros rabiosos, contra las rocas. Mezclan nubes y las deshilachan. Amasan, con millones de manos, el agua inmensa y maleable.

[...] Hasta donde se perdía la vista, el mar estaba blanco; diez leguas de agua jabonosa llenaban el horizonte. […] El mar chorreaba del cielo. Se oían salvas de fusilamiento en el firmamento. Había, en medio de la bóveda sombría, una especie de vasta campana invertida desde donde se precipitaban desordenadamente las trombas, el granizo, los nubarrones, el púrpura, el fósforo, la noche, la luz, los relámpagos, ¡todos los formidables fenómenos del abismo!

[...] Las supremas violencias de la tempestad la van deshaciendo. Todos los marineros lo saben: el último episodio es duro, pero corto. Los excesos estruendosos anuncian al final.

[...] El mar era impresionante. Parecía como si el agua estuviera en llamas. Hasta donde se perdía la vista, tanto dentro del escollo como fuera de él, todo el mar flameaba. No era un incendio rojo; no tenía nada que ver con la viva llama de los cráteres o de los hornos. No había chispas, ni ardores, ni púrpura ni crepitaciones. Ondas azuladas imitaban en las olas los pliegues de un sudario. Una amplia luz pálida temblaba sobre el agua. No era un incendio, era el espectro de un incendio. Era al así como la combustión lívida de un interior sepulcral por una llama onírica. Hay que imaginarse las tinieblas iluminadas. La noche, la inmensa noche turbia y difusa, parecía construir el combustible de ese fuego helado. Era una especie de claridad ciega. Había algo de sombra en esa luz fantasmagórica [...] Bajo esta luz, las cosas se vuelven irreales. Una penetración espectral las hace transparente. Las rocas se convierten en trazas. Los cables de las anclas parecen barras incandescentes. Las redes de los pescadores bajo el agua se convierten en fuego tricotado. Una mitad del remo parece de ébano, la otra mitad, la que se hunde en el agua, parece de plata. Las salpicaduras del agua procedentes de los remos van constelando el mar. Toda barca arrastra tras de sí un cometa. Los marineros mojados y luminosos parecen hombres ardiendo. Quien hunde la mano en el agua la saca con un guante de llamas; son llamas muertas, que no se siente. […] La espuma lanza destellos. Los peces son lenguas de fuego y ramificaciones de relámpago serpenteando en la pálida profundidad.

[...] Las formaciones geológicas son poca cosa comparadas a las formaciones oceánicas. Los escollos, esos hogares de las olas, las pirámides y nichos de la espuma, pertenecen a un arte misterioso que el autor de este libro ha denominado en algún sitio el Arte de la Naturaleza y siguen una especie de estilo inmenso. Lo fortuito parece intencionado. […] Nadie sabe cómo estas construcciones vertiginosas pueden tenerse en pie. […] No hay lógica pero sí un vasto equilibrio. Es más que estabilidad: es eternidad. Y al mismo tiempo es desorden. […] Un escollo es una tormenta petrificada. […] Esta arquitectura tiene sus obras de arte terribles. El escollo de las Douvres era una de ellas.

Víctor Hugo, Los trabajadores del mar, 1866

No existe marino que no ame su barco. A bordo, los tripulantes de la ‘Flora’ lloraban como niños cuando la vieron hundirse. Le había peleado duro al mar; éste se la había ganado; pero ya casi muerta, se mantuvo aún a flote, como una tabla inerte, hasta salvar a todos sus hombres, menos a uno que, por salvar un perro o por cumplir con una vieja tradición del mar, se hundió con ella. No se me borrará jamás –concluyó el piloto-, el cuadro impresionante de esa barca desmantelada en medio de la tempestad. Aún me parece verla, destrozada, debatiéndose entre las olas, envuelta entre la bruma que producían los mares al chocar contra el casco. ¡Si parecía un ser, de brazos tronchados, de astillados muñones, manteniéndose con sus últimas fuerzas hasta el instante postrero en que podría ser útil a esas almas!

Francisco Coloane, Los conquistadores de la Antártida, 1945

Pese a todo lo que se ha dicho sobre el amor que ciertas naturalezas (en tierra)han manifestado sentir por él, pese a todas las celebraciones de que ha sido objeto en prosa y en verso, el mar nunca ha sido amigo del hombre. A lo sumo ha sido cómplice de las inquietudes humanas, desempeñando el papel de peligroso instigador de ambiciones mundiales. […] ¡Necio es aquel-hombre o pueblo- que, confiando en la amistad del mar, descuida la fuerza y la maña de su mano derecha! Como si fuera demasiado grande, demasiado poderoso para las virtudes comunes, el océano no tiene compasión, ni fe, ni ley, ni memoria […] A diferencia de la tierra, no se le puede sojuzgar en modo alguno a base de paciencia y esfuerzo […] El más asombroso prodigio de todo el piélago es su insondable crueldad.

[...] La cuna del tráfico de ultramar y del arte de los combates navales, el Mediterráneo, aparte de todas las asociaciones de aventura y gloria, herencia común de toda la humanidad, ejerce sobre el marino un entrañable atractivo. Ha cobijado la infancia de su arte.

[...] Dichoso aquel que, como Ulises, ha hecho un viaje aventurero; y para viajes aventureros no hay mar como el Mediterráneo, el mar interior que los antiguos encontraban tan inmenso y tan lleno de prodigios.

[...] El tenebroso y tremebundo mar de las andanzas del astuto Ulises, agitado por la cólera de los dioses olímpicos, que albergaba en sus islas la furia de extraños monstruos y los ardides de extrañas mujeres; la ruta de los héroes y los sabios, los guerreros, los piratas y los santos; el mar cotidiano de los mercaderes cartagineses y el lago de recreo de los césares romanos, reclama para sí la veneración de todo marino en tanto que patria histórica de ese espíritu de abierto desafío a los grandes mares de la tierra que es el alma misma de su vocación.

[...] No creo que haya nacido hombre que, veraz consigo mismo, pudiera afirmar haber visto nunca al mar con un aire juvenil, como lo adquiere la tierra en primavera. Pero algunos de nosotros, que miramos el océano con comprensión y cariño, lo hemos visto aventajado, como si los tiempos inmemoriales se hubieran desperezado desde el imperturbable fondo de cieno. Pues son los temporales de viento los que hace parecer al mar anciano.

[...] Si quieren ustedes saber la edad de la tierra, observen el mar durante una tempestad. El gris de la entera superficie inmensa, los surcos del viento sobre los rostros de las olas, las grandes masas de espuma, arrojadas las unas contra las otras y ondeando, como enmarañados mechones blancos, le dan al mar, en medio de un temporal, una apariencia de cana edad, deslustrada, mate, sin destellos, como si hubiera sido creado antes que la luz misma.

[...] El cielo del Tiempo del Oeste se llena de nubes voladoras, de inmensas nubes blancas que van condensándose más y más hasta que parecen quedar soldadas en un sólido dosel, ante cuya cara gris las bardas más bajas del temporal, delgadas, negras y de fiero aspecto, pasan volando a velocidad de vértigo. Más y más densa va haciéndose esta cúpula de vapores, descendiendo más y más sobre el mar, estrechando el horizonte en torno al barco. Y el aspecto característico del Tiempo del Oeste, el tono cargado, gris, ahumado y siniestro se impone, limitando la visión de los hombres, calándoles el cuerpo, oprimiéndoles el alma, dejándolos sin aliento con atronadoras ráfagas, ensordeciéndolos, cegándolos, empujándolos, arrojándolos hacia delante, contra nuestras costas perdidas en lluvia y brumas.

[...] Una ráfaga escalofriante zumba al atravesar las tensas jarcias, haciendo que el barco se estremezca hasta la misma quilla y que los empapados hombres, bajo sus ropas caladas, tiriten hasta los tuétanos en las cubiertas.

Joseph Konrad, El espejo del mar, 1906

Todos los nombres de esas regiones recuerdan algo trágico y duro: La Piedra del Finado Juan, Isla del Diablo, Bahía Desolada, El Muerto, etc., y sólo se atenúan con la sobriedad de los nombres que pusieron Fitz-Roy y los marinos del velero francés Romanche, que fueron los primeros en levantar las cartas de esas regiones estremecidas por los vendavales de la conjunción de los océanos Pacífico y Atlántico.

[...] Los marinos de todas las latitudes aseguran que allí, a una milla de ese trágico promontorio que apadrina el duelo constante de los dos océanos más grandes del mundo, en el cabo de Hornos, el diablo está fondeado con un par de toneladas de cadenas, que él arrastra, haciendo crujir sus grilletes en el fondo del mar en las noches tempestuosas y horrendas, cuando las aguas y las oscuras sombras parecen subir y bajar del cielo a esos abismos.

Francisco Coloane, Cabo de Hornos, 1941

De pronto vi que la mar comenzó a hervir con una espuma muy blanca a la luz de la luna como cuando las olas dan contra unos escollos. Nunca había visto nada igual.

[...] Eso no es nada. Tendría que ver alguna noche lo que es un gran banco de sardinas o de caballas iluminado por la luna de llena en medio del Atlántico. Es como si de pronto se hiciera de día. El resplandor te hiere los ojos y a veces llega a las estrellas.

Manuel Vicent, Son de Mar, 1990

Ayer no pude escribir en todo el día. Una mar ululante no dejó un momento de sacudir esta cáscara de nuez que nos transporta. Fuimos igual que álamos doblegados por un cierzo huracanado. Hoy, en cambio, con temporal más fuerte, por todo lo que oigo, tenemos un modo de navegar más razonable, al menos para vivirlo en la cabina donde escribo. He asomado un par de veces la cabeza por lo que llaman el tambucho, y debo reconocer que la angustia, que en el fondo no cesa, es incapaz de impedir el sobrecogimiento que me asalta ante el espectáculo de la naturaleza desatada: un sobrecogimiento entre pasmado, admirativo y estético. Ninguna de mis imaginaciones infantiles, leyendo aventuras de exploradores y navegantes, se acercó a la realidad por lo que he visto. El viento viene de lejos, del confín de un borroso horizonte, y nos asalta aullando literalmente, como sin duda hicieron siempre las hordas de las antiguas guerras -y toda guerra es antigua, aun la de mañana, porque el hombre regresa en ella a lo más primario de sí mismo, que no es suyo, sino de la humanidad que lo parió-. Es una bofetada en pleno rostro y su mano es fría, húmeda, chorreante mejor, inquieta, reiterativa y poderosa. Vuela el mar. Quiero decir que el vendaval arranca espuma de las olas y la aventa por el aire, espolvoreando de blanco todo el torno. Y ese oscuro dorso del océano, tenebroso y cambiante, que alguien agita desde las misteriosas profundidades para que se alce en gibas y en montañas, nevadas unas veces, grises otras, escalofriantemente negras cuando se alzan de pronto por encima de la popa, más altas que los hombros y la cabeza de nuestro timonel, como la cavidad bucal de un monstruo que nos fuera a tragar. No, no pretendo hacer literatura, al menos no en este momento. Escribo como sale, bajo la inmediata impresión de mis observaciones.

José Luis Martín Vigil, Del amor y del mar, 1982

Personalmente estaba en estado de semicolapso, atontado, paralizado a fuerza de resistir el choque del viento y dispuesto a darme por vencido y dejarme morir, cuando sobrevino el cambio. Llegó un momento de absoluta calma, cuyo efecto fue terrible.

Durante horas enteras habíamos estado soportando la terrible tensión muscular necesaria para contrarrestar el ímpetu del viento y su presión. Y de repente esta presión desaparecía. Sentí como si me dilatase, como si mi cuerpo quisiera desmembrarse en varias direcciones. Pero sólo duró un instante. Sobre nosotros se cernía el fantasma de la destrucción.

Al faltar el viento y su presión, el mar, hasta entonces en calma, se levantó de nuevo. Parecía querer alcanzar las nubes. Desde cada punto de la brújula el viento soplaba, convergiendo en un centro de absoluta calma. El resultado era que el mar se alzaba en todas direcciones. Eran olas diabólicas, sin plan, sin orden, de más de ochenta pies de altura. No se parecían en nada a lo que uno se puede imaginar.

Jack London, Cuentos de los Mares del Sur, 1912

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Dinamización de los enclaves pesqueros del Sistema Portuario Andaluz.