CITAS LITERARIAS

EMBARCACIONES

Por mi parte, podréis haber visto muchas embarcaciones extrañas; lugares de pie cuadrados; montañosos juncos japoneses; galeotas como cajas de manteca, y cualquier cosa; pero creedme bajo mi palabra que nunca habréis visto una extraña vieja embarcación como esta misma, extraña y vieja: el Pequod era un barco de antigua escuela, más bien pequeño si acaso, todo él con un anticuado aire de patas de garra. Curtido y coloreado por los climas, en los ciclones y las calmas de los cuatro océanos, la tez del viejo casco se había oscurecido como un granadero francés que ha combatido tanto en Egipto como en Siberia. Su venerable proa tenía aspecto barbudo. Sus palos —cortados en algún punto de la costa del Japón, donde los palos originarios habían salido por la borda en una galerna— se erguían rígidamente como los espinazos de los tres antiguos Reyes en Colonia. Sus antiguas cubiertas estaban desgastadas y arrugadas como la losa venerada por los peregrinos de la catedral de Canterbury donde se desangró Beckett. Pero a todas esas sus viejas antigüedades, se añadían nuevos rasgos maravillosos, correspondientes a la loca ocupación que había seguido desde hacía más de medio siglo.

El barco estaba engalanado como cualquier bárbaro emperador etiópico con el cuello cargado de colgajos de marfil pulido. Era un ser hecho de trofeos; un barco caníbal, embellecido con los vencidos huesos de sus enemigos. A su alrededor, sus amuradas abiertas y sin paneles estaban guarnecidas como una quijada continua, con largos dientes aguzados de cachalote insertos allí como toletes en que sujetar sus viejos tendones y ligamentos de cáñamo. Esos tendones no corrían a través de vulgares trozos de madera de tierra, sino que cruzaban hábilmente por vainas de marfil de mar. Desdeñando tener una rueda como de barrera de camino para su reverendo timón, ostentaba allí una caña; y esa caña era de una sola pieza, curiosamente esculpida en la larga y estrecha mandíbula inferior de su enemigo hereditario.” (Descripción del Pequod).

Herman Melville, Moby Dick, 1851

La muñeca de la Durande era el lazo entre el barco y la muchacha. En las islas normandas se denomina muñeca a la figura tallada en la proa, estatua de madera toscamente esculpida. DE ahí la expresión local sinónimo de navegar: “estar entre popa y muñeca.

Víctor Hugo, Los trabajadores del mar, 1866

Sí, un barco quiere que se lo mime con conocimiento de causa. Uno debe tratar con comprensiva consideración los misterios de su naturaleza femenina, y entonces él estará a nuestro lado, fielmente, en nuestra incesante lucha contra fuerzas ante las que no avergüenza salir derrotado. Es una relación seria, aquella en la que un hombre vela celosamente por su barco. Este tiene sus derechos igual que si pudiera respirar y hablar; y de hecho hay barcos que, por el hombre que lo merezca, harán cualquier cosa, como dice el refrán, menos hablar. Un barco no es un esclavo. No hay que forzarlo en una mar gruesa, no hay que olvidar nunca que uno le debe la mayor parte de sus ideas, de su habilidad, de su amor propio. Si uno recuerda esa obligación naturalmente y sin esfuerzo, como si fuera un sentimiento instintivo de su propia vida interior, el barco navegará, aguantará, correrá por uno mientras pueda, o, como un ave marina cuando va a reposar sobre las enfurecidas olas, capeará el temporal más fuerte que jamás le haya hecho a uno dudar de si viviría lo bastante para volver a ver salir el sol.

[...] El amor que se profesa a los barcos es profundamente distinto del que los hombres sienten por cualquier otra obra salida de sus manos -del amor que, por ejemplo, tienen a sus casas-, porque no está manchado por el orgullo de la posesión. Puede darse el orgullo de la destreza, el orgullo de la responsabilidad, el orgullo de la entereza, pero por lo demás se trata de un sentimiento desinteresado. Ningún marino ha querido nunca a un barco, aun cuando le perteneciera, meramente por las ganancias que le llevara al bolsillo.

[...] Cincuenta cascos por lo menos, moldeados según patrones de belleza y velocidad –cascos de madera, de hierro, que representaban con sus formas el más alto logro de la moderna construcción naval-, se hallaban amarrados todos en línea, la roda hacia el muelle, como si se hubieran reunido allí para una exposición, no de una gran industria, sino de un gran arte. Sus colores eran el gris, el negro, el verde oscuro, con un estrecho listón amarillo a modo de moldura.

[...] Por encima de todos estos cascos, ciento cincuenta elevados mástiles, más o menos, tendría la telaraña de sus jarcias como una inmensa red, en cuya tupida malla, negra contra el firmamento, parecían quedar enredadas y suspendidas las pesadas vergas.

[...] Era una noble asamblea de los más hermosos y los más nobles, cada uno llevando en la proa el emblema esculpido de su nombre como si se tratara de una galería de vaciados de yeso: figuras de mujeres con coronas murales, mujeres con túnicas de mucho vuelo, con doradas cintas en el cabello, o pañuelos azules en torno a la cintura, con sus redondeados brazos extendidos como para señalar el rumbo; cabezas de hombre con casco o descubiertas; guerreros, reyes, estadistas, lores y princesas de cuerpo entero, todos blancos de la cabeza a la punta de los pies; y, aquí y allá, la morena figura con turbante, chillonamente abigarrada, de algún sultán o héroe oriental todos echados hacia delante bajo la inclinación de los poderosos baupreses [...] Así eran los hermosos mascarones de proa de los barcos mejores del mundo[...] Y nada queda, excepto quizá, resonando en la memoria de unos cuantos hombres, el eco de sus nombres, desaparecidos hace ya mucho tiempo de la primera página de los grandes diarios [...]; de las mentes de los marineros, capitanes de muelle, pilotos y tripulantes de remolcadores.

[...] Pues un barco con las velas aferradas sobre las vergas puestas en cruz, y reflejado de los vertellos a la línea de flotación en la tersa y centelleante lámina de un puerto rodeado de tierra, parece, en efecto, a los ojos de un hombre de mar, la más acabada imagen de reposo soñoliento.

[...] Un barco enfermo por debilidad propia carece del patetismo de un barco vencido en combate con los elementos, en lo que consiste el drama interior de su vida. Un marino no puede dejar de mirar con compasión a un barco inutilizado, pero mirar a un velero con sus elevados palos arrancados es estar contemplando a un derrotado pero indomable guerrero. Hay algo de desafiante en los tocones que quedan de sus mástiles, erguidos como miembros mutilados contra el amenazante ceño de un cielo tormentoso; hay noble coraje en la ascendente comba de sus líneas hacia la amura; y en cuanto se le ofrece al viento, sobre un palo a toda prisa enjarciado, una tira de lona que le mantenga la proa al mar, se enfrenta de nuevo a las olas con indómito valor.

[...] La rutina del barco es una excelente medicina para los corazones dolidos y también para las cabezas doloridas; yo la he visto calmar –al menos durante cierto tiempo- a los espíritus más turbulentos.

Joseph Konrad, El espejo del mar, 1906

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