CITAS LITERARIAS

PUERTO: INFRAESTRUCTURAS, AMBIENTES, ESCENARIOS

¡Ay mi blusa marinera;

siempre me la inflaba el viento

al divisar la escollera!

Rafael Alberti, El mar. Marinero en Tierra, 1945

Un puerto es morada agradable para un alma fatigada de las luchas de la vida. La amplitud del cielo, la arquitectura móvil de las nubes, el colorido cambiante del mar, el centelleo de los faros, son un prisma adecuado y sorprendente para distraer los ojos sin agotarlos jamás. Las formas esbeltas de los navíos de aparejo complicado, a los que la marejada imprime oscilaciones armoniosas, sirven para conservar en el alma el gusto del ritmo y de la belleza. Y además, sobre todo, hay una suerte de placer misterioso y aristocrático para el que ya no tiene curiosidad ni ambición, en admirar, tumbado en la azotea o apoyado de codos en el muelle, todos los movimientos de los que se van y de los que regresan, de los que poseen aún fuerza para querer, deseo de viajar o de enriquecerse.

Charles Baudelaire El Puerto, Poemas en prosa, 1864

Eran rincones tranquilos, serenos dentro del bullicioso mundo de las dársenas [...] De un vistazo podía uno percatarse de allí ni los hombres ni los barcos estaban nunca apremiados [...]. Lugares de reposo para que los barcos cansados pudieran soñar, lugares de meditación más que de trabajo, donde los barcos perversos –los celosos, los ronceros, los que hacen agua, los malos navíos, los de timón indómito, los caprichosos, los tercos, los ingobernables en general- tenían tiempo de sobra para hacer recuento y arrepentirse de sus pecados, afligidos y desnudos, con sus desgarradas prendas de lona quitadas, y con el polvo y las cenizas de la atmósfera londinense sobre sus topes.

[...] Muelles, desembarcaderos, puertas de dársenas, escaleras laterales se suceden unos a otros sin interrupción hasta el puente de Londres, y el zumbido del trabajo humano llena el río de una nota amenazante, murmuradora, como proveniente de un temporal jadeante, eternamente azotador. La vía fluvial, tan hermosa más arriba y tan ancha más abajo, fluye oprimida por ladrillos y mortero y piedra, por ennegrecida madera y mugriento cristal y hierro oxidado, cubierta de barcazas negras, fustigada por álabes y hélices, sobrecargada de embarcaciones, cuajada de cadenas, ensombrecida por muros que convierten su lecho en una escarpada garganta inundada por una neblina de humo y polvo.

[...] La visión de barcos amarrados en algunas de las más antiguas dársenas de Londres me ha sugerido siempre a imagen de una bandada de cisnes confinados al inusitado patio interior de lúgubres casas de vecindad. La lisura de los muros que circundan el oscuro charco sobre el que flotan hace resaltar prodigiosamente la ondulante gracia de las líneas según las cuales está construido el casco de un barco.

[...] Un barco en una dársena, rodeado de muelles y de los muros de los almacenes, tiene el aspecto de un preso meditando sobre la libertad con la tristeza propia de un espíritu libre en reclusión [...] Siente uno que se los ha encerrado poco honradamente, para hostigarlos de muelle en muelle a través de una oscura, grasienta, cuadrada charca de agua negra, como brutal recompensa al término de un leal viaje.

[Por el contrario…] Un barco anclado en una rada abierta [...] está cumpliendo, en libertad, una de sus funciones vitales. No hay reclusión; hay espacio: agua clara alrededor…

[...] solían permanecer meses juntos a la espera de sus cargamentos de lana. Sus nombres llegaban a alcanzar categoría de palabras corrientes. Los domingos y los días de fiesta los ciudadanos bajaban en tropel con ánimos de visitarlos, y el solitario oficial de servicio se consolaba haciendo de cicerone –sobre todo de las ciudadanas- con simpáticos modales.

Joseph Konrad, El espejo del mar, 1906

El señor Trelawney estaba hospedado en una residencia cerca del muelle, con el fin de vigilar el abastecimiento de la goleta. Hacia allí nos dirigimos y caminamos, con gran alegría por mi parte, a lo largo de los muelles donde amarraban multitud de navíos de todos los tamaños, arboladuras y países. Cantaban los marineros a coro mientras maniobraban en uno de ellos; en otro había sobre nuestras cabezas hombres colgando en lo alto de las jarcias que no parecían más gruesas que hilos de araña. Aunque mi vida había transcurrido desde siempre junto al mar, me pareció contemplarlo por primera vez. El olor del salitre y la brea eran nuevos para mí. Vi los más asombrosos mascarones de proa y pensé por cuántos mares habrían navegado; miraba atónito a tantos marineros, viejos lobos de mar que lucían pendientes en sus orejas, rizadas barbas y coletas embreadas y que se contoneaban con un andar forjado en tantas cubiertas. De haber visto el paso de reyes o arzobispos no me hubiera sentido tan satisfecho.

R. L Stevenson, La Isla del tesoro, 1883

Pasead en torno a la ciudad en las primeras horas de una soñadora tarde de día sabático. Id desde Corlears Hook a Coenties Slip, y desde allí, hacia el norte, por Whitehall. ¿Qué veis? Apostados como silenciosos centinelas alrededor de toda la ciudad, hay millares y millares de seres mortales absortos en ensueños oceánicos. Unos apoyados contra las empalizadas; otros sentados en las cabezas de los atracaderos; otros mirando por encima de las amuradas de barcos arribados de la China; algunos, en lo alto de los aparejos, como esforzándose por obtener una visión aún mejor hacia la mar.

[...] Por un lado, New Bedford se elevaba en calles escalonadas, con sus árboles cubiertos de nieve destellando todos en el aire claro y frío. Grandes cerros y montañas de barriles sobre barriles se apilaban en los muelles, y los barcos balleneros, que recorrían el mundo, estaban uno junto a otro silenciosos por fin y amarrados con seguridad, mientras de otros salía un ruido de forjas y carpinteros y toneleros, con mezcla de ruido de forjas y fuegos para fundir la pez, todo ello anunciando que se preparaban nuevos cruceros; terminado un peligrosísimo y largo viaje, sólo empieza otro, y terminado éste, sólo empieza un tercero, y así sucesivamente, para siempre amén. Eso es, en efecto, lo intolerable de todo esfuerzo terrenal.

[...] En vías públicas cercanas a los muelles, cualquier puerto importante ofrecerá a la vista los ejemplares de más extraño aspecto procedentes de tierras extranjeras. Incluso en Broadway y Chestnut Street, a veces hay marineros mediterráneos que dan empellones a las asustadas señoritas. Regent Street no es desconocida para los birmanos y malayos; y en Bombay, en Apollo Green, yanquis de carne y hueso han asustado muchas veces a los indígenas. Pero New Bedford supera atoda Water Street Wapping. En esos susodichos lugares sólo se ven marineros, pero en New Bedford hay auténticos caníbales charlando en las esquinas de las calles; salvajes de veras, muchos de los cuales llevan aún carne pagana sobre los huesos. A un recién llegado, le deja pasmado.

Pero, además de los fidjianos, tongotaburianos, erromangoanos, pannangianos y brighgianos, y además de los disparatados ejemplares de la ballenería que se bambolean inadvertidos por las calles, se ven otros espectáculos aún más curiosos, y ciertamente más cómicos. Todas las semanas llegan a esta ciudad docenas de hombres de Vermont y New Hampshire, aún muy verdes, y llenos de sed de ganancia y gloria en la pesquería. Suelen ser jóvenes, de tipos macizos; mozos que han talado bosques y ahora pretenden dejar el hacha y empuñar el arpón. Muchos están verdes como las Montañas Verdes de que proceden. En algunas cosas, se creería que acaban de nacer.

Herman Melville, Moby Dick, 1851

Una vez plantados los clavos, Gilliatt llevó postes, cuerdas y cadenas y, sin apartar los ojos de su labor, sin distraerse ni un instante, se puso a construir, en medio de la bocana de l´Homme, con maderos fijados horizontalmente y atados con cuerdas, una de esas barreras en forma de claraboya, que la ciencia actual ya ha adoptado y denomina rompeolas.

[...] El efecto que pueden causar algunas estacas plantadas en las rocas, puede comprender el poder de estos montajes tan sencillos. [...] Los rompeolas son los caballos de frisa de las fortificaciones contra las tempestades. La única manera de luchar contra el mar consiste en dividir su fuerza [...] La barrera del rompeolas había aguantado bien. No se había roto ninguna cadena ni se había soltado ningún clavo. Había demostrado, en esta prueba, las dos cualidades de un rompeolas: la elasticidad de una estera y la solidez de un muro. La ola se había disuelto en lluvia.

[...] La pequeña bahía estaba ya dormida. Había algunos barcos fondeados, con jarcias en vergas, cofas encapilladas y sin faroles. Al fondo se veían algunas barcas en reparación, en seco en el carenero. Gruesos cascos desarbolados y barrenados, que alzaban sobre su borda agujereada de claraboyas las puertas curvas de sus cuadernas desnudas, como escarabajos muertos dados la vuelta, con las patas al aire.

[...] El puerto de Saint-Pierre-Port, muy hermoso y muy grande hoy en día, era en aquella época, y todavía hace tan sólo diez años, de menor importancia que el puerto de Saint-Sampson. Eran dos grandes murallas ciclópeas y casi se tocaban en el otro extremo, coronado por un pequeño faro blanco. Bajo este faro había una estrecha bocana, que aún conservaba la doble argolla de la cadena que la cerraba en la Edad Media, por donde pasaban los barcos. Imaginémonos la pinza entreabierta de un bogavante; así era el puerto de Saint-Pierre-Port. Esta tenaza tomaba un trozo de mar al abismo, forzándolo a mantenerse tranquilo. Pero cuando el viento soplaba del Este, se alzaba oleaje dentro y en el puerto chapoteaba, siendo preferible no entrar. Por eso aquel día la Cashmere había fondeado en la rada.

Víctor Hugo, Los trabajadores del mar, 1866

Después de las clases en el instituto le gustaba sentarse frente al puerto a leer, a mirar simplemente el trajín de los transbordadores. También solía caminar a la deriva por los muelles contemplando popas de distintas embarcaciones atracadas y cada una de ellas le hacía soñar de una manera distinta.

[...] Ulises recorría cada tarde los muelles y pantalanes del puerto deportivo municipal donde estaban atracados desde los yates más lujosos hasta los botes ínfimos.

[...] En el polvoriento atardecer, con el sol ya muy oblicuo, el espejo de la dársena se había convertido en una lámina de oro y en ella flotaban las manchas iridiscentes de aceite pesado que dejaban los transbordadores de Ibiza y otros cargueros. A lo largo del muelle estaban tendidas las redes de pesca con boyas de todos los colores y entre ellas se habían montado puestos de helados, tenderetes de pipas y caramelos, mercadillos de pequeña artesanía con mantas tendidas en el suelo.

[...] Algunas ventadas del siroco se llevan este jolgorio de la tarde domingo hacia las afueras del barrio de marinero y por la punta de la escollera se perdía en el mar y con el viento se alejaban también las melodías del amor.

[...] Cuando levantaba los ojos veía salir por la bocana del puerto el barco que iba a la isla cargado con jóvenes con mochilas que eran como guerreros dispuestos a ganar una batalla. También veía pasar los veleros de alguna regata y las barcas de pesca que estaban faenando.

Manuel Vicent, Son de Mar, 1990

Se despidió de José. - Hasta pronto, mañana pasaré cuando vaya hacia abajo. - De acuerdo. Siempre decía hacia abajo y se refería al muelle, a los bares del puerto, los barcos, el pequeño trabajo ocasional, el andar solitario, las conversaciones con los pescadores. Cada día. El camino que le había endurecido las piernas como alambres de hierro y que le veía inclinar más la espalda, como encorvado por el peso de aquello que un hombre medita y que nadie puede conocer fuera de él mismo.

Olga Xirinacs, Zona marítima, 1986

Cuando se navega de noche en estas circunstancias, se sueñan los faros de tierra, se siente el anhelo del faro que vendrá, que es el de la esperanza.

Josep Pla, Contrabando, 1982

Atlas del Patrimonio Cultural en los Puertos de Interés Pesquero de Andalucía

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Consejería de Fomento y Vivienda. Agencia Pública de Puertos de Andalucía

Proyectos de I+D+i 2013-2015.

Dinamización de los enclaves pesqueros del Sistema Portuario Andaluz.