¿Qué se ha dicho del andaluz?

En este repaso por la historia del andaluz se ha hablado de evoluciones de sonidos, mantenimientos o modificaciones de construcciones gramaticales, pérdidas o adquisiciones de palabras... Pero todos esos fenómenos no bastan para determinar una realidad lingüística diferenciada a menos que sus usuarios tengan plena conciencia de ella, y al tener conciencia la impongan como realidad plena. En otras palabras: puede haber muchos, o pocos, fenómenos lingüísticos andaluces; pero si sus hablantes no los sienten como andaluces, es decir, como modos lingüísticos que los identifican como grupo en el que ellos se reconocen, si sus hablantes, a partir de tales rasgos, o de otros incluso ficticios, no proclaman la existencia del andaluz, no se podrá hablar con propiedad de la plena existencia de una modalidad lingüística(de modo paralelo, hasta que unos clérigos francos en el s. IX no afirmaron que lo que ellos hablaban, su romance diario, era ya distinto a la lengua de sus escritos, no hubo un romance como opuesto y diferente a un latín). Esa conciencia lingüística solo se forma a lo largo de un proceso histórico, y sus consecuencias se dejan sentir en la visión que los hablantes de hoy tengan de su propia realidad lingüística.

La conciencia lingüística no es algo que se pueda aprehender con la misma facilidad con que observamos sonidos o grafías, expresiones o palabras. Para llegar a lo que los hablantes piensan y sienten sobre su lengua, hay que observar lo que dicen y lo que hacen (no siempre coincide una cosa con otra), hay que ubicar sus comportamientos dentro de un determinado contexto histórico y cultural. Y hay que ver también cómo se mira al grupo desde fuera, porque no es raro que la conciencia que se tiene de uno mismo, o del grupo del que se cree formar parte, venga dada desde el exterior del individuo y la comunidad.

En este sentido, si, como se ha dicho, la formación real de las hablas andaluzas se inicia en la Baja Edad Media y se consagra en los siglos XVI y XVII, hay que decir que tal proceso ocurrió en un momento de plenitud histórica de Andalucía. Ello puede explicar mucho acerca de cómo se dio dicho proceso. En efecto, tras los altibajos en el movimiento poblacional, desde finales del s. XIV, y ya en el s. XV, parece que Andalucía conoció un incremento constante de su población. Su situación de zona fronteriza, con los moros de Granada, provocaba no pocos problemas, pero al mismo tiempo atraía a muchas gentes, deseosas de enriquecimiento rápido, y de ennoblecimiento, por la vía de la guerra con el granadino. El carácter fronterizo, además, debió de contribuir a la formación de un carácter colectivo, distinto al imperante en otros lugares de Castilla. Menéndez Pidal y Lapesa estudiaron cómo en Andalucía se desarrollaron nuevas técnicas de montar a caballo, nuevos modos de guerra, cómo la sociedad, por otra parte, era mucho más móvil y cómo permitía posibilidades que la más firme y asentada Castilla había dejado de proporcionar. Vitalidad, riesgo, medro..., unido todo ello a la distancia física respecto de los grandes centros de Castilla (Sierra Morena operaba como factor de alejamiento mucho más de lo que lo hace hoy), así es cómo Andalucía vivió durante este período volcada hacia sí misma, y apoyada en un centro urbano que ejerció el papel que Burgos o Toledo desempeñaban en otras partes del reino: Sevilla, fue, desde su conquista en 1248, la capital de la novísima Castilla, y su capacidad de influencia ampliamente atestiguada en la época.

Esa diferencia ya era sentida por Juan Ruiz, arcipreste de Hita, el autor del Libro de Buen Amor: no solo pondera la exageración meridional (...como andaluz / tomé senda por carrera), sino que contrapone la carnalidad viciosa de Sevilla y Andalucía con la circunspección toledana al narrar las andanzas de Don Carnal (Dyxo en la jnvernada visite a sseujlla / toda el andaluzja que non fynco y villa / ally toda persona de grado se me omjlla / andando mucho viçioso quanto fue maraujlla // Entrada la quaresma vjneme para toledo / coyde estar viçioso plazentero & ledo / falle grand santidat fizome estar quedo / pocos me rresçebieron njn me fezjeron del dedo). En esta situación social, y en medio de un continuo trasiego de población, con hábitos, pues, no estables, es donde se dan los procesos de koineización lingüística, es decir, la formación de una variedad lingüística relativamente simplificada respecto de aquellas que le han dado nacimiento, y que supone una cierta integración y nivelación de las diferencias internas, a la vez que el surgimiento de su propia diferencia frente a las demás. En este ámbito, la disidencia andaluza es fácil de entender en su génesis.

Dicha disidencia lingüística pronto fue observada desde fuera: hacia 1425, el judío de Guadalajara, Moshé Arragel, ya dice que en Castilla son conocidos los sevillanos por su manera de hablar (al igual, por cierto, que leoneses y gallegos). Pero junto a lo explícito del reconocimiento, el silencio sobre el porqué: dos constantes en la historia de la conciencia de lo andaluz vista desde fuera. Algo más tarde, a fines de ese siglo, el aragonés converso Gonzalo García de Santa María iniciará el tópico por el que lo muy andaluz se identifica con lo morisco (¿lo granadino, quizá?), en un movimiento paralelo al que llevó al carmonense Fernández de Santaella a dar como vocablos propios de Andalucía determinadas voces de origen árabe.

El siglo XVI fue el de consolidación del rasgo andaluz más conocido, el seseo-ceceo, y quizá el de establecimiento y difusión de otros varios de los que constituyen al andaluz. Fue también, es ampliamente conocido, el período de mayor esplendor económico de Andalucía, y en particular de Sevilla, a partir, entre otras muchas cosas, del comercio con el Nuevo Mundo, con Indias. Riquezas, incremento de población, desarrollo de un poder cultural que casi alcanzó al de Toledo... Sevilla consolidó su situación de gran urbe, lo que permitió el asentamiento de los nuevos modos lingüísticos, y su prestigio, gracias al cual pudieron seguir difundiéndose por el resto de la región, en primer lugar, claro, por las zonas más próximas, en lo geográfico y en lo vital. Esa plenitud de lo andaluz se muestra con claridad en cómo muchos andaluces intervienen, sin ningún tipo de complejo, en las discusiones sobre la norma lingüística, sobre lo que debía ser el mejor castellano, y en ellas no pocas veces se alaba el modo sevillano y meridional (eso sí, sin entrar nunca en detalles lingüísticos) como integrante del buen castellano, y también como mejor que otras variedades. Esa conciencia orgullosa de sí es la que manifiestan Francisco Delicado, Fernando de Herrera, o el mismo Mateo Alemán, aunque este, hombre amargado y escéptico de la época barroca ya, defienda lo andaluz (su ceceo) porque, al parecer, no puede hacer otra cosa. Y esa glorificación de la forma andaluza del castellano (lo que, con expresión de la época que hay que poner en su punto, se llama en ocasiones lengua andaluza) también la sienten gentes de fuera de la región: el murciano Ambrosio de Salazar, ya en el XVII, afirma que la lengua andaluza es "mejor y más delicada que la muy grosera de Castilla". Una cosa, sin embargo, ha de quedar clara: en ninguno de estos casos se propugna una forma andaluza, o sevillana, con deseo de separación del idioma general; por el contrario, se concibe o como la forma mejor del idioma, o, al menos, como una tan buena como las entonces consideradas mejores (tópicamente, la forma toledana).

Esta situación histórica, y esta actitud ante la lengua, es lo que nos explica un aspecto de la realidad lingüística andaluza que es constante desde sus orígenes. En numerosas ocasiones se ha aludido al papel de la ciudad, de Sevilla en concreto, en la formación y difusión de la modalidad andaluza. En efecto, desde sus orígenes el andaluz se nos presenta como una forma también urbana, no solo como una variante relegada al mundo rural. Esta última es la situación a que se había llegado en los ámbitos de los viejos dialectos leonés y aragonés (y lo que, en parte, estaba ocurriendo en Galicia, en Cataluña y en Valencia). En todos estos ámbitos, el castellano común se había hecho la única lengua viva en las ciudades y entre las clases cultas. El habla regional, integrada al final en el castellano (leonés y aragonés), o mantenida como distinta (gallego y catalán), quedaba para el campesino, para el hablante sin instrucción que no tenía a su alcance otro modo de expresarse. Es esta una situación que recuerda la que se dio en otros ámbitos románicos (Francia, Italia). Lo particular, lo nuevo, de Andalucía es que aquí fue la ciudad la que se puso a la cabeza del cambio lingüístico, la que en buena medida lo abanderó y garantizó su triunfo. Y esa situación ha seguido hasta hoy. Por ello, en el estudio del habla andaluza, aún hoy, no valen las técnicas ensayadas para la descripción de hablas rurales, homogéneas y sin comunicación entre sí. Aquí, por el contrario, son más útiles las técnicas del análisis sociolingüístico, que atienden a la variedad interna, y que ponen de manifiesto cómo se configura un habla a partir de las abundantes relaciones internas que mantienen los hablantes procedentes de distintas partes del ámbito lingüístico (recuérdense las emigraciones, andaluzas y no andaluzas, a Sevilla; o los trasiegos de población campesina dentro de Andalucía). Ese carácter urbano del andaluz, visible ya en el XV, es decisivo en su historia a partir del s. XVI.

Sin embargo, en aras, precisamente, de esa normalización del idioma, cuestión candente entre nuestros escritores y eruditos del Siglo de Oro, surgen también las críticas a la forma andaluza de hablar, concentradas básicamente en lo que las diferencias fonéticas que se observaban en ella podían suponer de contaminación y perturbación de la comunicación mutua. La visión negativa quizá más conocida es la de Juan de Valdés, pero en este ha de entenderse simplemente como inquina personal hacia Nebrija. Otros testimonios, por el contrario, pretenden ser más objetivos. Así, las críticas al ceceo por su posibilidad de confundir palabras (casar y cazar, ciervo y siervo) son continuas en la época. También lo son, los gramáticos fueron siempre gentes conservadoras, las diatribas contra el clima y contra la dejadez de madres y maestros que no corrigen a los niños sus modos viciosos de hablar. A veces se añade la pronunciación aspirada de ge, gi, j, igualada a la de h, identificación que se considera propia de negros, y por tanto, absolutamente rechazable. Las críticas vienen de fuera, sí, pero también andaluces como el malagueño Bernardo de Alderete, el sevillano Juan de Robles y el jiennense Juan Villar las emiten con el mismo ímpetu. La visión de una unidad superior del idioma, y de una comprensión más cabal, para estos eruditos solo podía venir de la eliminación de las peculiaridades regionales, que, además, se sentían como viciosas. El origen del llamado complejo de inferioridad podría estar aquí; pero no olvidemos que se trata en estos casos, no de hablantes normales, sino de maestros y profesores, el sector, hasta hoy, tradicionalmente más inmovilista en el plano lingüístico.

En todo caso, en el siglo XVIII el asentamiento de la conciencia lingüística andaluza es ya un hecho, y el reconocimiento de los andaluces por su forma de hablar es algo también plenamente asimilado. Para varios filólogos, además, el XVIII supone la época de definitiva conformación del dialecto andaluz. Ahora bien, la percepción de lo andaluz es todavía variada: si la Academia no emite ninguna condena, limitándose a señalar lo natural y extendido de determinados fenómenos en Andalucía, otros continuarán con el enaltecimiento del habla meridional (el barcelonés Antonio de Capmany, en quien ya resuena el futuro romanticismo lingüístico), y otros la utilizarán para caracterizar lo rural (el cura malagueño Fernández y Ávila), lo populachero (el sainetero gaditano González del Castillo) o lo reaccionario (así se retrata a ciertos diputados a Cortes en Cádiz). Parece observarse ya algo que no se percibía en siglos anteriores: cómo los eruditos, los hombres cultos de Andalucía parecen querer quedar al margen de los hechos lingüísticos andaluces.

Esa tendencia cristalizará entre los folcloristas y escritores de finales del XIX. Gentes como Machado y Álvarez o Juan Valera enaltecerán las bondades del habla popular andaluza, desde una perspectiva romántica y casi roussoniana, que aún hoy tiene seguidores (el habla popular es más viva, graciosa y expresiva que la culta, siempre rígida y acartonada; y de todas las hablas populares, pocas ganan a la andaluza...: el tópico está ya servido). Pero ellos se situarán al margen: cuando Demófilo caracteriza el lenguaje de las coplas flamencas que ha recogido tan amorosamente, hablará del A...dialecto que habla la gente de esta bendita tierra (¿él no?). A partir de ahí, se entiende por qué en gentes tan alejadas en otras cosas como los hermanos Machado y los hermanos Álvarez Quintero haya coincidencia en que solo hablen en andaluz los personajes típicos (criadas, campesinos...): los héroes, aunque sean de la misma extracción geográfica, incluso social (así, la Lola de los Puertos), verán reflejada su habla sin variación alguna respecto del estándar. Esta actitud ambivalente: se admira al pueblo, pero uno se siente al margen, y por encima, de él, es característica de la intelectualidad andaluza, y no andaluza, de la España moderna, y coincide con una época en que Andalucía había quedado al margen del desarrollo y el progreso de otros lugares de España. Como la región entera, el habla andaluza era, en el XIX mucho más que en el XVI, una realidad marginal, incluso vulgar ante la pretensión de elaborar una norma lingüística nacional.

Pero la historia de cómo se había hecho el dialecto no había sido en balde: el habla andaluza, pese a todo, seguía siendo una realidad bien asentada en los ámbitos urbanos y en todos los segmentos sociales, y así lo fue hasta que los dialectólogos, ya en pleno siglo XX, se acercaron a esta forma de hablar que supuso para ellos, no la pervivencia de viejos dialectos arrinconados en los valles y en las montañas, opuestos al habla urbana castellana (lo que ocurría en Asturias o Aragón), sino la visión de una modalidad que parecía suponer un paso adelante en la evolución del castellano, y que, además, venía a anticipar en la Península lo que el español había realizado en América.

La realidad del habla andaluza y su conciencia como modalidad diferenciada siguieron vivas, aunque durante mucho tiempo fueran vistas, sin más, como erróneas desviaciones en el recto camino del idioma. Junto a esa mirada crítica, hubo otra, una visión más optimista de la realidad lingüística andaluza, que hoy encajaría en la concepción del mundo lingüístico hispánico como internamente complejo y variado,dentro de su unidad fundamental. En cambio, la visión de lo andaluz, en lo lingüístico pero también en otros ámbitos, como opuesto y separado de lo castellano, y presentado de una forma reivindicativa que tiende a equiparar la realidad andaluza con las de tierras bilingües, es algo moderno, muy reciente (no va más allá del siglo XX), y provocado por una "superestructura ideológica" que, unida al desconocimiento, o conocimiento parcial, de la realidad histórica, enturbia más que aclara.



Extraido de: Rafael Cano Aguilar, "La historia del andaluz", en Actas de las Jornadas sobre "El habla andaluza. Historia, normas, usos", Ayuntamiento de Estepa, 2001, 33-57


Vídeo sobre el habla andaluza